domingo, 17 de diciembre de 2017

Starbucks y el de las seis cuarenta y ocho

  La clave son las persianas del Starbucks que se encuentra en los pasillos de la conexión de las líneas B, C y D. Marcan el pulso a seguir para llegar al semi-rápido de las 6:48 andén 8 que pasa por Lomas de Zamora. Trazando una diagonal a su izquierda, El Noble mantiene sus persiana bajas. Lo mismo vale para la panchería Wini Dog, flanqueada por dos escaleras que suben al andén de la línea verde. Dos columnas al centro, un mural a la izquierda sobre azulejos blanco y negro, una tercera columna con publicidad en pantallas, un local de osos y carteras junto a un link de banco ciudad a la derecha.
  Si las persianas están bajas y se ve movimiento en su interior, puedo caminar tranquilo (a esas horas de la mañana se puede caminar tranquilo en el subte y conseguir lugar cómodamente) hasta la línea C a Constitución. Incluso es probable que una vez en la cabecera del Roca tenga unos minutos de espera en el andén hasta que llegue el tren y se vacíe de gente que viene de zona sur.

  Ese tiempo suele ser utilizado en lecturas o en pequeñisimas siestas cuando el sueño nocturno no fue suficiente. Una tercer opción es darle lugar a uno de los tantos juegos que utilizo para entretenerme en la vía publica: estar atento a la mayor cantidad posible de información de lo que ocurre a mi alrededor. Palomas durmiendo en los techos agujereados que se llueven cuando llueve y los sin techo durmiendo en los bancos de los andenes, las vendedoras de chipa a diez pesos y churros rellenos que deben estar ahí desde la salida del primer tren del día, los vendedores de café para los dormidos del tren y los trasnochados, pancherias y hamburgueserias que van calentando aguas y planchas, puestos de diarios terminando de acomodar las ultimas revistas mientras se toma mate con personal ferroviario y comentan el partido de anoche de Lanús, algún que otro perro esquelético y probablemente rengo producto de un accidente que nadie registro ni lamento deambulando entre andenes en busca de restos de, silbatos y anuncios de destinos que solo conozco de nombres y que me pregunto si alguna vez conoceré como cuando sin pensarlo y sin buscarlo termine conociendo y viviendo Lomas, Banfield y Lanús. Y no es solo conocer el lugar sino también a su gente, proyectando las fronteras mas allá hacia lugares no explorados como Temperley, Burzaco, Adrogue o Glew.

  Trenes llenos que se vacían y trenes casi vacíos que parten para invertir la ecuación por la tarde.

  Todo esto es apenas una ínfima parte de lo que ocurre y transcurre bajo el techo de la estación Constitución mientras espero sentado en el anden 8 el servicio de las seis y cuarenta y ocho, mientras vagabundeo sin mas propósito que atar cabos de tiempo y espacio en su incesante deshilachar. Todo esto ocurre cuando paso frente a Starbucks y sus persianas aun no fueron levantadas.

  Y esas mismas persianas son otra historia cuando están arriba, con sus empleados acomodando productos en los escaparates y ultimando detalles para la jornada. En ese caso es probable que llegue a Constitución con el tren ya aguardando en el anden y yo salmón contra la marea sureña que se moviliza a trabajar. El punto de conflicto radica en el menor margen para desperfectos o perdidas de subtes en las narices. Cuando ocurre que una formación se clava por cinco minutos en una estación sin mayores explicaciones (cosa no poco frecuente) estoy jugado para llegar al de las seis y cuarenta y ocho. Aun así, la escena esbozada permanece, aunque multiplicada por miles y a otras velocidades. Apenas puedo prestarme al vagabundeo lúdico para captar esquirlas de un instante estallado en mil pedazos que invade, oprime, asfixia; hasta el salvador sonido de un silbato, una chicharra, puertas que se cierran, un libro que se abre y todo vuelve a la calma de un tren casi vació con destino sur.

  Pero todo se puede complicar. Si cuando atravieso ese pasillo de conexiones, ese punto exacto en que el sector pertenece a todas y a ninguna linea, me doy con la persiana del Starbucks completamente levantada y dos o tres personas esperando su pedido. Casi con seguridad que estoy chau. Eso significa que no llego ni de casualidad al semi-rápido. Pero la cosa no queda ahí. Esos pocos minutos de diferencia llevan consigo dos caras de Constitución. De semi vacío a casi reventado. Y uno que sigue en formato salmón, con más corriente en contra y mayor retraso. En estas ocasiones, la mañana se torna un poquito cuesta arriba. Repasar la cartelera en busca del servicio mas inmediato, moverme en piloto automático entre la gente esquivando anhelos, esperanzas y frustraciones, encontrar algún molinete libre, llegar a Lomas y acelerar el paso en el camino hasta el colegio, no poder tomar eso mates en sala de profesores hasta que suene el timbre.

  En el fondo la cuestión es tan simple como que me gusta el semi-rápido. Recuerdo el día que lo descubrí, medio por accidente medio por curioso, que muchas veces van de la mano. Volvía de mi jornada laboral. Llegando a la estación empecé a cuestionarme el supuesto hecho de que de los cuatro andenes tan sólo uno, el numero cuatro, es decir, el más alejado hacia el lado de Hipólito Yrigoyen, fuese hacia Constitución. Ese día no cruce la vía como debía hacer. Doble a la izquierda bordeando el andén uno, el que viene de capital. En los molinetes pregunte por el próximo servicio a Constitución, aunque todos los que figuraban en mi celular partían del último anden.

-¿A constitución? Tenes un semi-rápido en tres minutos, anden central. Y así fue. No solo descubri ese servicio, sino que tambien note que el mismo no aparecia en la aplicacion de TBA. Se lo comenté a otro profe que viene de capital hace ya siete años y desconocía su existencia, así que me lo agradeció.

  En ese primer viaje note al instante la diferencia, y no me refiero tan solo a los diez minutos con el servicio normal que implica no parar en tres estaciones. El traqueteo de una par de minutos entre la estación Avellaneda y Lanús le dan al traslado un breve aire a viaje. Sentado, mirando por la ventana, leyendo un libro o durmiendo, ese rato del traslado entre mi casa y mi lugar de trabajo se transforma sin la interrupción constante de cada estación. Eso es lo que más me gusta de este servicio, mucho más que los diez minutos menos. El olor a viaje, a despedida, a reflexiones sobre rieles sin la interrupción de chicharras y empujones de bajada y subida.

  Volviendo a lo que nos convoca. Dentro de esa ley de la persiana de Starbucks hay algo que permanece constante, casi inmutable. Llegue al servicio de las 6:48 o no, con la oleada de gente llegando a Constitución o aun sin ella, entre los pasillos de la combinación del C al Roca los negocios tienen un aire de eterno retorno. No sé cuál es su horario de apertura, siempre que paso, a la hora que sea, están ahí, persianas arriba. Con cualquiera de las opciones de Starbucks, atravesando los molinetes en el primer pasillo a mano izquierda el pibe de pelito corto rapado al costado sentado sobre una banqueta esta firme, con la mirada al frente y a la nada; también el grandote de rastas remera negra y pantalón camuflado escuchando metal sentado en un banquito matero en la puerta de su local de venta de todo-lo-que-uno-pueda-llegar-a-necesitar. Los vendedores de café, las pancherías y los "free shop" de panificados en el hall central. Todo permanece, todo se repite siempre igual. Recién por estas fechas festivas se notan cambios: los decorativos y el merchandising navideño.

  Toda esta cuestión de la ley de la persiana dejaría de tener sentido, o perdería su impronta, si me limitase a ver la hora en el celular cuando llego al pasillo. Incluso parecería ser mucho más simple que andar especulando con la persiana de un negocio. Y así, no solo no tendría sentido la persiana, sino tampoco todo esto. Es mucho lo que se perdería, mucho más que el simple hecho reloj-o-persiana. Perdería una parte esencial de la transformación de lo cotidiano en algo lúdico, esos pequeños juegos que uno se inventa mientras va por la calle. Calcular una velocidad de caminata para enganchar onda verde con los semáforos peatonales sobre avenida Corrientes entre la estación Pasteur y Carlos Gardel (nunca lo logre), pararme frente a donde creo que va a haber una puerta del subte, acertar los tres kilos de naranja a veinte pesos, mirar a través de la ventanilla alguna cara esperando en el andén de enfrente para que se crucen y perderse en preguntas sin respuestas. Eso es lo que perdería si llegado al pasillo me limito a ver la hora en mi celular y saber con ese atajo sí estoy bien o si me tengo que apurar.

El atajo, en muchos casos, recorta la imaginación, censura el juego, anula la experiencia.

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