domingo, 26 de junio de 2016

Crash

Crash!! Un estruendo de vidrio liberando de un golpe toda su tensión invisible. El rayo descargando su energía en un caprichoso instante. El miedo. La incertidumbre. La tragedia. Tan cercana que no podemos verla, tan lejana ella. Nos rodea, nos envuelve, nos abraza, como la vida. Sus dos caras, sus opuestos complementarios. Los escasos centímetros de la espera en el andén, en cualquier esquina. –Que tal, buenas tardes: ¿a quién viene a buscar hoy?- Oráculos, cartas, brujas, estrellas, se entrecruzan para formar una trama que aún no logra atraparla. Siempre se las ingenia para escabullirse y sorprender (a veces más, a veces menos).

Crash!! Se escucha desde el abrazo de la hamaca en el jardín un sábado por la tarde. Un estruendo de vidrio que rompe intempestivamente la calma. Sobresalto. La preocupación subsiguiente. Las ramas de la higuera que protegían la siesta se sacuden suavemente. Tal vez su reacción ante la repentina intromisión de un agente extraño a ese dia, a ese horario y contexto; tal vez el vaivén natural ante el susurro de un aire que jamás pasó.

Una mecedora. Alguien sentado sobre ella, conversando. Todo transcurre con la normalidad de los sábados por la tarde después de los ensayos en esa sala improvisada en lo que supo ser el living de una casa de familia. –En esa pared, atrás del empapelado, hay una sirena con los pechos al aire- solía contar el abuelo, orgulloso. Su énfasis en la letra pe estimulaba en el oyente la imagen de unas tremendas tetas. Pero eso es otra historia. La mecedora. La atención hoy está en la mecedora y su suave balanceo:

adelante…

atrás…

adelante…

atrás…

La cadencia comandada por los pies de su inquieto jinete. (Afuera, bajo la higuera, otra cadencia lado a lado, al mando de un pie derecho sobre el piso y un cuerpo flotante sobre la hamaca.) El jazmín que tapo prácticamente toda la ventana del living ahora se atreve a meterse dentro de la casa. Tiene dos claras ventajas: el calorcito del verano (la ventana jamás se cierra) y las lluvias de la temporada (el jazmín crece por día). Rige un pacto implícito: no se lo corta a cambio de su constante perfume. Cada lluvia es sumergirse en olores: el jazmín, la lavanda que se escabulle por el pasillo desde el otro ángulo de la casa, tierra y cemento. Y flores, siempre flores.

La mecedora se encuentra ubicada continua al sillón, ambos dos bajo la ventana tapizada de jazmín que da al jardincito de ingreso a la casa. Debido al peligro para quienes están en el sillón de golpearse la cabeza contra ésta se la abre lo máximo posible. Ese máximo posible es un ángulo de unos 45 grados aproximadamente, motivo por el cual la línea de la mecedora se encuentra por delante de la del sillón, de modo contrario se evitaría un accidente  a cambio de otro.

Adelante, y atrás… y de nuevo adelante. La ventana abierta. La mecedora y su menear. Adelante…, el borde inferior, atrás…, de la ventana rozando, adelante…, la esquina superior, atrás…, de la mecedora. Ese pequeño espacio, esa franja de luz, concentrando una imperceptible tensión. Algo ocurre allí mientras a su alrededor todo transcurre con aparente normalidad. Esa franja de luz es cada vez más pequeña, la mecedora y la ventana se acercan peligrosamente, momentáneos imanes en caras opuestas ¿Acaso la ventana se fue moviendo poco a poco, milímetro a milímetro buscando ese encuentro? ¿La cadencia del pie llevaba a la mecedora hacia ese ángulo? El encuentro de dos cuerpos desplazando el espacio de aire. La mecedora, atrás…, salió al encuentro de la ventana en el momento exacto en que volvía, adelante…, empujándola desde su borde inferior sacándola de su quicio. La ventana apoyada por una fracción de segundos sobre el canto tallado del respaldo de la mecedora dio un giro sobre su eje y se precipito de lleno sobre la cabeza del jinete.

Crash!! Un estruendo de vidrio liberando de un golpe toda su tensión invisible. La mecedora detenida. La hamaca detenida. El sábado detenido en un efímero instante de tragedia. La higuera se sacude. Una alfombra de vidrios de todos los tamaños alrededor de la mecedora y, sobre ella, una mirada desconcertada asomada a través del marco de una ventana que ahora descansa sobre sus hombros. Ni un corte, ni un rasguño, nada.

  Liberada la tensión de a poco se recupera la tranquilidad de sábado por la tarde, esos sábados de ensayo en la sala improvisada en el living de lo que supo ser una casa de familia con la distante mirada de una sirena con los pechos al aire. Pero eso ya es otra historia.

martes, 14 de junio de 2016

Finísimo hilo de plata (Parte II)

Finísimo hilo de plata… ocupan mis pensamientos día y noche. No solo mis pensamientos, porque desde aquel día los visualizo todo el tiempo, por todas partes. Mi primera reacción fue la de pensar en una indiscreta araña que se le había ocurrido diseñar su universo en el centro de mi habitación. A tal punto había eliminado el tema que finalmente lo tenía frente a mí y no lo reconocía. Coloque una silla debajo, estire mi mano y me dispuse a eliminar esa línea basal de su arquitectura. Mi sorpresa fue mayúscula. El dedo atravesaba la línea (o lo que yo creía tela hasta ese momento) y esta se mantenía firme, inmutable en su lugar. Estaba clarísimo que no era una tela, finísimo hilo de plata. Ante el extraño suceso repetí la acción con ambas manos, con el brazo, una carpeta, libros. Nada. Firme, estática, mantenía su sagrada posición. Baje de la silla, la deje en su lugar, y me dispuse a dormir con una tranquilidad que no dejaba de causarme cierta sorpresa. Me dormí mirando ese finísimo hilo de plata brillar sobre mi cabeza. En sueños la fogata, el jardín, y yo consumiéndome por el fuego en un rincón.

Por la mañana ya no era uno sino dos. Lo curioso del asunto es que cuando salí de mi habitación y me dirigí hacia el baño note que los hilos lo atravesaban todo, es decir, continuaban del otro lado de la pared y se extendían indefinidamente por el espacio. Esto último lo supe cuando me asome por la ventana. Al exterior vi cientos de ellos cruzando toda la ciudad en distintas direcciones pero jamás tocándose uno con otro. Comprendo la reacción que puedan tener ustedes que siempre me consideraron un loco, pero lo que estaba ocurriendo me resultaba tranquilizadoramente familiar y normal. Nada de sobresalto, de ansiedad, de emoción, sino todo lo contrario. Finalmente me encontraba frente a lo que había buscado toda mi vida. Siempre supe que estaba ahí, en nuestras narices, pero no sabía cómo develarla. Aunque aún no comprenda porque, tras largos años la clave fue abandonar la búsqueda. Finísimos hilos de plata tejiendo nuestra realidad en un gigantesco tapiz. De pronto todo alineado, todo ordenado, todo con sentido.

Ese día no me presente al trabajo. En poco tiempo recobre mi mala fama en el barrio. No me importaba. Retome mis estudios, mis notas, mis diagramas, mis cálculos. Veía esas líneas por todas partes, pero jamás se cruzaban. Algunas transitaban el mismo camino dejando metros entre sí, otras viajaban juntas a tan solo centímetros. Mi habitación era cruzada por catorce de ellas en diversas direcciones.

Siguiendo mis investigaciones el paso siguiente era encontrar cruces, puntos donde una línea era atravesada por otra. En mis épocas de estudio había logrado dar con antiguos testimonios que hablaban de ellos. La mayoría tenían más de quinientos años. En algún punto de la historia el tema cayo en el más absoluto silencio y olvido. De ese entonces hacia acá, nada. Pero no me iba a dar por vencido. Por las mañanas me la pasaba frente a la ventana del comedor común, sentado, trazando líneas en mapas, tomando notas, consultando libros. A veces lamentaba la quema de aquella noche, la cual me obligaba a rehacer muchos datos que de otro modo ya tendría, entonces me daba cuenta que sin esa destrucción no hubiera dado el gran paso. Pero algo me faltaba, había un enigma que no podía resolver. Tras aquel gran avance, todo se había estancado nuevamente.

La luz volvió a asomar unas tardes atrás. Se me acerco un hombre diciendo tener una pista de la respuesta que andaba buscando. Lo mire incrédulo, desconfiado. Yo no había hablado con ninguno de mis compañeros respecto a mis asuntos. Le dije que no andaba buscando nada, que siga su camino.

-Las líneas- me respondió -también las veo-.

 Se ubico a mi lado y me contó que desde el día de mi llegada se dio cuenta que compartíamos un secreto, que notó cómo dirigía y sostenía mi mirada sobre esas líneas (sobre todo cuando estaba sentado frente a la ventana) y que mi forma de moverme y ubicarme en el espacio seguían un diagrama invisible que él si podía ver.

–Como los gatos, cuando parecen mirar atentamente a la nada o caminar a través de una línea imaginaria- trato de explicarme lo que no hacia falta. Tras una pausa sumergido en la ventana continuo: –Los dos estamos acá por lo mismo: podes ver lo que sea, pensar lo que sea, pero jamás tenés que hacerlo público o dejar que modifique tu comportamiento, porque ahí pasas a ser un problema, una carga, un pequeño virus que se le mete al sistema. ¿Me entendés?-. Claro que entendía lo que decía.

–Y al virus hay que ponerlo en cuarentena, aislarlo, aniquilarlo si hace falta. Todo en nombre de la seguridad y el orden pero no de la sociedad, sino del propio sistema que se ve cuestionado-.

Yo lo miraba, sin decir nada. No me importaba todo eso, quería el dato.

Calló por un rato y miro hacia la ventana. Hice lo mismo. Tenía la seguridad de que ambos estábamos con la vista fija en esa línea principal que atravesaba el parque en dirección a la ciudad, más brillante que el resto, e incluso parecía ser algo más gruesa. Después de un rato me volví a mirarlo. Tenía la vista perdida, como el gato del que había hablado. Me di vuelta y mire el salón. Todo normal, cada cual estaba en sus actividades, en su propio universo tan real (tan reales) como el de la líneas. Estando acá lo comprendí. Lo volví a mirar.

-¿Sabes dónde hay un cruce?- le dije sin mediar palabra. Con la vista aun en la ventana se limito a sonreír.
–Tengo pistas. Mi última información me llevaba a un lugar no muy lejos de acá- me respondió.
-¿Dónde?- fue todo lo que alcance a decir sin poder disimular mi ansiedad.
–Dentro de dos noches- me dijo –nos encontramos en la sala común a medianoche-.


Asentí. Primero había que escapar.  

domingo, 5 de junio de 2016

Finísimo hilo de plata (Parte I)

Lo descubrí unas noches atrás ni bien ingrese a mi habitación. Estaba ahí, cruzando el techo. Aun esta. Abundan los incrédulos en este mundo racionalista, pero no me importa. Sé lo que vi y veo. Tantos años devanándome la cabeza. Estaba seguro que no me equivocaba. Hace años que comencé a ser motivo de risas y a ser tratado de loco. Así y todo, con todo esto no busco aportar a mi defensa en un conflicto que jamás inicie ni me intereso. Pero las cosas son así, las intenciones e inquietudes de uno son lo de menos cuando estas no encajan en el espacio tiempo adecuado. La historia abunda en ejemplos. Hace un tiempo me entere de cierto grupito que comenzó a plantear por lo bajo, en cada rincón del barrio, que debería estar encerrado en un neuropsiquiátrico -por el cuidado de nuestros hijos, que andan escuchando y repitiendo esas ideas extrañas- dicen preocupados. Es que a la mayoría le irrita todo lo que se mueva un milímetro por fuera de lo establecido, por el estrecho y frágil camino de los márgenes. Incomoda, asusta, merece el encierro para proteger a la pulcra sociedad especialista en esconder su hipocresía bajo la alfombra.

Pero no es esto de lo que les quería hablar. Como les decía, fue una noche ni bien ingrese a mi habitación. Claro que estaba solo, ¿Cuándo me vieron con alguien? Me llamo la atención un finísimo hilo de plata que cruzaba el techo de lado a lado. Finísimo hilo de plata… no era un hilo, y mucho menos de plata, pero es en lo único que pienso una y otra vez cuando busco el modo de describirlo. Lo paradójico (o no tanto) es que esta aparición (porque si nos ponemos estrictos no fue un descubrimiento, esto se apareció ante mí porque así lo quiso. Es cierto que lo busque durante larguísimos años, pero sin éxito) se dé exactamente un mes después de mi completo abandono de la búsqueda. Y cuando digo completo me refiero a eso, no exagero. Tome todas mi notas, investigaciones, apuntes, archivos de audio y video, fotografías… absolutamente todo, lo apile en el centro del jardín, espere a que anocheciera, lo bañe en querosén y arroje un fósforo. Me senté a un lado y espere. Como segundo a segundo las llamas iban consumiéndolo todo. Años deshechos en cuestión de minutos. El espectáculo fue hermoso. Se consumía una gran parte de mi vida y lo disfrutaba, ladrillos que se volvían polvo, polvo que se desvanecía en el aire. A medida que el fuego avanzaba el humo se volvía seguro destino de todos esos años. No me pesó ni me costó. Tenía la sensación de que ese final siempre lo supe, que simplemente lo tenía que aceptar. Y en esa aceptación me encontraba.

Mi gran incendio dio tema para hablar en el barrio durante unas semanas. “A ver si ahora se tranquiliza un poco”, “quizá ahora lleve una vida normal”, y cosas por el estilo se repetían viejos y padres en el almacén, en las esquinas, en la entrada de la escuela. Por supuesto que yo lo sabía, incluso lo escuchaba ya que no se esmeraban en ocultar su desacuerdo con mi vida. Pero esta vez fue distinto. Trate por una vez de hacerles caso, oír sus suplicas, de zambullirme en ese juego estúpido que tanto les gusta. Me busque un trabajo que ocupara mi cabeza (cuando digo trabajo me refiero a un “trabajo normal”), por las tardes veía películas, empecé a hacer deporte.

Algunos vecinos comenzaron a saludarme, me iban aceptando al ver que de a poco compartía sus mismos esquemas, me amaestraba, ya no incomodaba. Otros, reticentes a cambios repentinos, me miraban con más recelo que antes, como si todo fuese un engaño perpetrado por mí con algún maquiavélico designio. Y extrañamente algo así fue lo que término ocurriendo, pero sin que yo me hubiera propuesto nada.