domingo, 31 de julio de 2016

Esperas

-Estamos cerrando pibe-dice un gordo de rulos en jeans muy sucios y desgastados al verme revisando los horarios colgados en una pared, justo a la izquierda de las ventanillas para venta de boletos y carga de tarjetas, ambas con el respectivo cartel “cerrado” pintado sobre hojas de cuaderno con birome azul y recubierto con cinta scotch asomándose por la abertura de las transacciones.

–Acaba de pasar uno, ¿no?-pregunto para abrigar de certeza a mi mala suerte en esa noche helada de domingo. Camino a la estación pude ver desde el semáforo de Virrey Vértiz y Juramento la llegada y partida de una formación.

-Sí, ese era el último- responde el gordo de rulos mientras hecha llave a la reja que permitía el acceso al andén. 11:36, leo en la tabla de horarios correspondiente a sábados, domingos y feriados. 11:38, leo en mi celular.

Sin dar lugar a muchos lamentos pegue la vuelta y enfile por Juramento camino a Cabildo a esperar el salvador 60. A esa hora de domingo no iba a tener mucho viaje, todo dependería de cuanto tardara en pasar. Encuentro una parada en Juramento y Vuelta de Obligado. Vacía. Mal indicio, pienso, debe haber pasado uno hace muy poco tiempo. Me apoyo sobre el cartel sin cigarros, sin música, sin libro, sin nada particular que hacer para matar el tiempo más que mirar a los transeúntes de domingos por la noche. Al rato una chica se suma a la misma parada. Algunos comensales en el Freddo de enfrente, gente que entra y sale de la pizzería que esta unos metros más allá de la parada y el esqueleto de una feria que va desapareciendo poco a poco.

Esperar el colectivo no es lo mismo que esperar un tren. En alguna época pudo haber sido algo similar, pero ya no. Con las aplicaciones uno puede planificar sus movimientos, deserciones, alternativas, todo, sabiendo cuanto falta para la llegada de la próxima formación y cuanto le queda hasta su destino. En el caso de los colectivos esto es una verdadera lotería, sobre todo a esas horas de esos días. Al desconocimiento absoluto del horario en que llega el próximo bondi se suma el constante juego emocional de la aparición en la lejanía de las más diversas líneas. Algunas son muy sencillas de identificar por sus llamativos colores como el verde 15. Sin embargo, hay otras que hasta no tenerlas cerca uno no sabe a qué línea corresponde. Y aun pudiendo ser la línea que uno espera puede ocurrir que no sea el ramal correspondiente. Juegan con las esperanzas hasta último momento. Todo genera una diferencia sustancial con la espera del tren. Por esa única vía no puede venir otro que no sea el que uno espera. No obstante, años atrás existía la posibilidad de que sea el tren de los cartoneros que funcionaba pos 2001, años en que los horarios de los trenes lejos estaban de cumplirse, y pocas cosas eran las que se cumplían y el mundo parecía que iba a colapsar… bueno, como ahora, pero hoy al menos te cumplen los horarios y uno ya se puede ir tranquilo a su casa. A ésta época de anarquías temporales me refiero con que era bastante similar la espera de un medio o del otro. La desazón de esos tiempos, la falta de esperanzas, la melancolía de una juventud sin perspectivas de futuro se condensaban en esos minutos de espera… tan larga espera que al final uno no sabía qué era lo que esperaba.

Pero ya no ocurre. La formación que viene es la que uno aguarda e incluso puede verla moverse en vivo y en directo a través de su respectiva aplicación. Hasta donde sé tal cosa no existe aún para los colectivos. Y si existe no tiene difusión. Y si no tiene difusión es porque no funciona. Y si no funciona es porque los colectivos no pueden respetar un horario.

La línea 60 tiene diversos ramales (alrededor de 14 si no me equivoco). Esa noche debo haber visto pasar la mitad de ellos hasta la llegada del indicado. Era un juego con mis sentimientos, con mi paciencia de domingo por la noche hasta los últimos metros, ya que podía identificar la línea por lo menos a una cuadra de distancia gracias a su característico rojo de los carteles y los tonos beige de sus colectivos, pero el cartel más pequeño correspondiente al ramal lo podía leer recién en los últimos metros. Casi estuve por perderlo debido a este hecho y alguna vez lo perdí.

-Mil pesos esa campera de mierda- escucho a mis espaldas. Unos diez minutos antes una pareja en moto había subido por una pequeña abertura que quedaba en el cordón unos metros antes de donde yo me encontraba, entre un gran tacho para tirar cosas plásticas y el poste de la parada. Tras alguna compra en la pizzería tal vez, o quizá en el kiosco que está llegando a la esquina de Cabildo, ahora se aprestaban a bajar a la calle por la misma abertura.

-Ta regulando mal en primera- dice quien parece ser la novia del otro muchacho.

-¿Vos decís? Yo la siento bien-responde-…encima no parece nada abrigada. Tan loco estos tipos, quien carajo se la va a comprar-. La chica al volante baja a la calle, el muchacho se suma al rodado y parten esquivando un recolector de basura que estaba parado frente al semáforo.

Giro hacia la vidriera en búsqueda de la susodicha campera. Total, que otra cosa tenía para hacer en esa espera del 60 por Cabildo. Efectivamente había un escultural maniquí vistiendo una campera tipo Uniqlo. La etiqueta que colgaba tenía dos precios: $ 2000, tachado con una x en fibrón rojo, y abajo decía $ 1090. Vuelvo mi atención hacia Juramento en el momento preciso en que pasa un 60 frente a mí. Por suerte alcance a ver el cartel de Panam 1, pero ese momento podría haber llegado a ser realmente trágico. No ver el cartel hubiese significado una tremenda duda existencial sobre el ramal, un sentimiento de pelotudes muy profundo y peligroso para un domingo a la noche. Una repentina incertidumbre sobre el bondi que me había perdido (o no) hubiese sido cientos de veces más asfixiante y desolador que saber la perdida de aquel que yo esperaba. La certeza sobre una perdida es positiva como tal al margen del dolor que esa pérdida cause si del otro lado se alza la incertidumbre respecto a la misma. La primera nos permite iniciar un periodo de duelo, de lamento, de saberme un pelotudo para así poder empezar a planificar alguna estrategia de superación, de vistas a un futuro que se tiene que asomar casi necesariamente como positivo frente al instante de la desoladora certeza. La incertidumbre nos abraza con la duda más extrema, elimina toda posibilidad de proyección, nos deja en un absoluto impasse e inmovilismo. Ni siquiera nos dejaría la alternativa de consagrar nuestra pelotudes (en este caso la mía) con un –La concha de mi madre, un segundo que miro un cartel y se me pasa el bondi!- nada. Me quitaría hasta la posibilidad de martirizarme. Panam 1, no sabes todo lo que significaste en ese segundo que pasaste frente a mí siendo ya las 0 horas del lunes.

Por suerte nada de esto ocurrió, no fue más que un pequeño sobresalto al ver que tenía frente a mí un beige de números rojo, efímero instante de inquietud al leer el cartel correspondiente al ramal para continuar todo en la más absoluta normalidad. Todo en una fracción de segundos.

-Hambre de mujeres tengo, de mujeeeeeeeres, no de pizza-dice un linyera a otro mientras hecha una mirada poco discreta a la chica que hacía fila atrás mío. Cargaba una bolsita con un paquete en papel gris. Las pizzas, pienso. Caminaban en dirección hacia Libertador, habían recibido esa bolsita de mano de un grupo de amigos que salió de la pizzería en el momento que ellos dos pasaban por la puerta. Frena sorpresivamente, media vuelta y me encara, esa atracción que genero en los vagabundos y que nunca logre comprender. –Eh pibe, de mujeres entendes, no de pizza-repite enojado, como si reclamase que estaba esperando una mujer. –Pizza, birra y faso pibe, eh, ¿la viste? Pizza, birra y faso-me repite mirándome a los ojos. Su amigo se había detenido metros más adelante al notar que estaba caminando solo.

-Si la vi, buena peli-le respondo sin mucho entusiasmo.

-Ah!-es toda lo que expresa mientras volvía a emprender su marcha.

Y otro 60 Panam. Y pasa el tiempo. Y tengo sueño. Y dos skaters que giran desde Obligado hacia Juramento. El sonido de la fricción de las ruedas de las patinetas contra el asfalto es inconfundible. Hermosamente inconfundible. Recuerda a las épocas en que fabricábamos kartings con rulemanes. No es el sonido exacto, el del ruleman es un poco más metálico, más agudo y chillón, pero se alzan sobre la misma melodía. Son dos variantes sobre un mismo tema. Una cuerda atada al asiento de una bicicleta convertía al karting en un vehículo tremendo para cualquier niño. La alternativa cuando no se contaba con una cuerda era ser empujado por las espaldas, aunque está claro que la adrenalina no era la misma. También una cuerda atada a ambas puntas del tren delantero constituía un formidable volante para maniobrar la máquina. Contar con calles en pendiente era una gran ventaja, ya que se podía prescindir tanto del empujón como de la bicicleta. La contrapartida era que el único modo de frenar era lanzándose al asfalto. Siempre me pregunté si todos los kartings que se fabrican de críos contaban con el mismo eficiente sistema de frenado, al fin y al cabo era prácticamente imposible no acabar esas jornadas habiendo pasado por el rayador del cemento.

Pero estos dos skaters se movían con mucha presteza. Esquivaron unos vallados de reparaciones en la esquina, hicieron unos saltos en movimiento (nada superlativo, salto con patineta fija, ninguna voltereta) y continuaron su marcha hasta la altura del Freddo. Ahí detuvieron su andar frente al cordón. Con el mismo movimiento exacto de golpe con pie derecho sobre parte trasera para atajar con mano derecha la parte delantera, subieron a la vereda, lo cual me desilusionó un poco ya que era el momento que esperaba para un gran salto final de escalada pero no hubo nada de eso. Minutos después salieron de la heladería con una bolsita cada uno y volvieron por donde habían llegado.


Cuarenta minutos después de haber perdido el último tren llega el 60 Cabildo. Paso mi tarjeta. Poca gente pero ningún lugar libre. No importa, comienza el tramo final. Tras doblar hacia la avenida y enfilar su trompa apuntando al norte son varios los pasajeros que se disponen a bajar. Ahora sí, asiento y a disfrutar de los nuevos personajes que me acompañan, los que saldrán de escena y los que entraran, como el viejo que a la altura de Vicente López se quiere subir por la puerta trasera que el chofer le cierra justo en la cara y comienza su corrida hasta la delantera a los golpes de los vidrios laterales para que no arranque. Pedido de disculpas por su accionar –es que me baje del que venía atrás, pensé que no me habías visto, y si pierdo este no llego más a mi casa viste-intercambio de palabras amables con el conductor y asunto finalizado.

domingo, 24 de julio de 2016

Ajedrez

Decidieron encontrarse en la plaza, en aquella mesita redonda con un tablero de ajedrez grabado al centro que tantas veces habían usado y compartido. Siempre que podían elegían esa mesita y no otra, a pesar de que hubiese otros tableros repartidos por el parque. Aquella tenia la particularidad de ubicar a ambos de modo tal que tenían a su costado (uno a la izquierda y el otro a su derecha) los juegos de los niños. Pasamanos, subibajas, hamacas y calesitas, todo en movimiento, eran motivo de distracción mutua, a veces en medio de la partida pero generalmente ya finalizada cuando arrancaba la ronda de mates. Llegar a la plaza y que la mesa este ocupada significaba un problema: uno de los dos tendría los juegos a su espalda y el otro de frente. En términos de distracción podría llegar a significar una ventaja en el desarrollo del juego. -¿Qué fue lo que moviste?- era la pregunta que solía irritar en esos casos.

A Laura le gustaban las piezas blancas. Juan optaba por las negras. Jamás intercambiaron los colores, quedo definido de ese modo desde aquella heroica partida ganada por Juan en el momento exacto en que comenzaban a caer las primeras gotas de una lluvia que había amenazado toda la jornada. Pero esa tarde se trataría de otra partida, serian otras las piezas invisibles que se moverían presagiando un último juego sin colores en otra tarde cargada de gris.

Juan llego unos minutos antes de lo hablado y noto a lo lejos que Laura ya estaba allí. La expresión distante de su cara a medida que se acercaba y la ausencia de los mates esperando a sus pies le hicieron saber a Juan que sería una partida muy dura. El frío beso que al fin lo recibió y unas manos que no quisieron salir de los bolsillos de su campera fueron para él una implacable movida de jaque mate que sabia no podría contrarrestar. Toda la estrategia que venía pensando se derrumbo en un suspiro, frágil castillo de arena que quería permanecer erguido ante el avance de la marea.

Comenzó moviendo blancas y no por una cuestión de reglamento. Una avanzada de peones, cruces de alfil en diagonal, caballos que se multiplicaban saltando por el tablero y torres llevándose todo por delante lo dejaron prontamente indefenso. Los turnos de las negras eran fugaces, apenas un intento de replica desorientada, de peones moviéndose al paso que de uno en uno iban siendo dejados a un costado. Ya había comprendido el mensaje, lo inútil de esa tarde, no tenía ganas de atacar con la tangente de sus alfiles antes los giros que preparaba Laura, no esta vez. No utilizaría su enroque ni se parapetaría en sus altas torres desde donde podía repasar lo acontecido en los últimos meses. Pocos niños jugueteando esta tarde, pensó. Tal vez el frio que comenzaba a asomar, tal vez la posibilidad de tormenta, tal vez. Los caballos estaban inmóviles en sus establos observando tristemente como caía su débil línea de avanzada. No había movida ni jugada posible que evitara ese día la derrota. Pero también notó que Laura hacia todo lo posible por estirar, por prolongar la agonía del mate al desprotegido rey llevando innecesariamente la partida a esa instancia en que la corona junto a algunos otros rezagados, más por casualidad que por astucia, huían y daban vueltas por el tablero.

Y así se prolongaba en el tiempo un final anunciado desde el comienzo. Es que el mate al rey tampoco le significaba el triunfo a Laura en esta extraña partida. (Un niño llorando, una madre que acude en su auxilio logran distraerlos momentáneamente para volver a encontrarse frente a un tablero de ajedrez vacío en una mesa vacía.) Ya no mas piezas, ya no mas movimientos. ¿Tablas? Imposible, Juan lo sabía muy bien aunque eso aparentara. Miro al rey, estiro su mano derecha y en lugar de iniciar una nueva huida lo dejo caer sobre el tablero, un golpe seco para quedar mirando un cielo nublado con fondo de cuadros blancos y negros. A escasos centímetros la confundida mirada de una reina blanca ante lo que acababa de suceder. El resto de las piezas parecían igualmente desorientadas, como si no quisiesen el triunfo que acababan de obtener, no era eso lo que buscaban, menos aún de ese modo.


Tras una nueva pausa, Juan comenzó a tomar lentamente sus piezas esparcidas por la plaza: un pelotazo inesperado en la mesita contigua a la calesita y las piezas volando por los aires, un peón que aun permanece perdido desde aquel día, interminables mates en interminables tardes, una torta exquisita compartida en un cumpleaños. Miró a la Laura a los ojos y se marchó sin palabras, tan solo con un gesto de incomprendida despedida. Dio media vuelta y emprendió su caminata por el sendero que llevaba a los juegos de los niños que ya no estaban. Laura se quedó sentada, con el sabor del triunfo más amargo que había experimentado. Frente a ella una mesa redonda por primera vez realmente vacía, un tablero de ajedrez grabado en su centro, una reina blanca inmóvil y un rey yaciendo a sus pies sobre un fondo de cuadros negros y blancos con su mirada perdida en el cielo nublado de la tarde. Una primera gota desprendida lentamente dio contra el tablero. Por suerte la partida ya había terminado.

martes, 19 de julio de 2016

Caprichos

La playa fuera de temporada se llama Soledad y el viento helado es su mejor portavoz. Acobijado a sus pies, el poste de una de las torres de guardavidas era el único refugio para leer y cebarse unos mates. El intermitente sol de frente no abrigaba en pleno junio como sí lo hacia la campera tipo militar que me cubría, aquella que mi primo dejara abandonada en su placard tras su regreso de Salta a Buenos Aires años atrás (paso que yo seguiría tiempo después).
El vértigo de la soledad puede resultar insoportable para bichos de ciudad, pienso mientras veo a una familia y amigos instalarse a escasos diez metros de distancia. Un incipiente gazebo a estrenar y gritos de cuatro niños clavan bandera en la insuficiente inmensidad de la costa. Extraña tendencia al aglomeramiento, a vivir la vida asomándonos desde balcones y apretándonos en trenes vacíos. La búsqueda de un semejante completamente ajeno para sentirme parte integrante del todo que nos rodea. Y el mar… el mar empecinado en borrar toda huella llevando la escultura al liso casi perfecto de su piel.
¿Por qué tenía que ser acá? ¿Por qué hoy? Pero lo que comenzó siendo una molestia se fue convirtiendo poco a poco en un show, una suerte de obra teatral montada para un único espectador. Niños ajenos al frio y a las indicaciones de sus madres iniciaron sus curvas carreras sin meta ni destino, padres que peleaban infantilmente por la instalación del gazebo: -¿quién tiene las instrucciones?-, ¿vos no las trajiste?-, -Me las habías pedido hace un rato cuando bajamos de la camioneta-, -Para mí hay que tirar más de los parantes-. Los cuatro críos desviaron su carrera hacia el sector más atrayente y atrapante para cualquier niño: la torre de guardavidas, es decir, sobre mi cabeza. Yendo de un lado a otro, asomándose por la baranda, tratando inútilmente de abrir la puerta, los padres comenzaron sus gritos cruzados de que se bajaran de ahí y buscaran otro lugar para jugar.
Jacinto veni para acá. Fue la llegada de ese nombre lo que comenzó a darle sentido a toda la escena que se había desplegado: la presencia de la familia, su estúpida elección del lugar, el corretear de los niños, el gazebo. Los caprichos del azar, las casualidades, la indescifrable intersección de múltiples diagonales sobre el plano para enfrentarnos a lo nuevo y desconocido. La puerta de la incertidumbre. Claro que existe la posibilidad de que quien estaba de más en ese lugar era yo, no la familia. La estúpida elección del lugar fue la mía, caído ahí para trastocar el natural desarrollo de los hechos. Sé que les debe parecer un sinsentido. Perfectamente podría haber continuado con mis asuntos restándole importancia y que todo continúe su camino sin sobresaltos. Pero cuando a esa casualidad vino a sumarse otra ni bien baje mi vista para retomar la lectura se encendieron las alarmas. Esa conjunción me llamo inmediatamente la atención. Realmente no quería quedarme ahí y escuchar un -¿Rosario trajiste el tejo?- por nada del mundo, sabia como continuaba todo, sabía lo que venía después.
-Rosario-, le dije a mi hermana mientras cocinábamos. Era mi compañera de equipo en ese fin de semana familiar. Esa noche nos tocaba cocinar a nosotros para lograr los cinco puntos correspondientes a la mejor comida nocturna. –Rioja-, me retruco ella. Mientras picábamos verduras para nuestro menú y preparábamos un postre pasábamos el tiempo con un juego muy simple: partíamos de una palabra, y con su última silaba el otro debía devolver con otra para dar inicio a un ping pong de palabras encadenadas por sus silabas. Perdía aquel que erraba en la separación de sus partes o por no encontrar palabra para retrucar. –Jacinto-, continué yo. No se porque pensé en Jacinto… no es un nombre que tenga muy presente ni mucho menos. Jacinto… la última vez que oí ese nombre fue escuchando el tango Jacinto Chiclana, fines del año pasado. Nunca conocí a un Jacinto. Pero a Rioja le retruque con Jacinto mientras cortaba unos zucchinis en tiritas, no con Jazmín o jacaranda o jarabe o jabalí o jabón. Jacinto. Desconozco porque mi hermana opto por Rioja y no por Riobamba o rionegrino o rioplatense. Claro que no pensaba en todo esto cuando me recosté sobre el poste en un lugar de la playa que (ahora lo veo con claridad) había sido elegido para una familia que llegaría minutos más tarde.
Tras el reclamo de los padres a sus hijos para que bajaran de ahí y se fueran a jugar a otro lado retome el libro que tenia entre mis manos en el cuento que me tocaba empezar.  Bastaron tres párrafos de la primera página para enterarme: Flora es riojana. Es una boludes, lo sé, por eso me sonreí y continué restándole importancia. Pero en mi cabeza resonaban Rioja y Jacinto. No quiero escuchar Rosario, pensaba mientras intentaba mantener mi atención en la lectura. Tampoco me interesa leerla. Y Rioja se atreve a aparecer en la primera página del siguiente cuento. No quiero escuchar Rosario, me seguía repitiendo para mis adentros.
Cerré el libro. Mire al grupo de gente que al menos había tenido la discreción de ubicar sus reposeras un poco más allá del gazebo. Sé que estas ahí Rosario, pero no quiero. No es por vos, no te lo tomes personal, es por lo que te sigue, lo que te antecede, todo lo que carga tu presencia. …Rosario-Rioja-Jacinto-… Esas palabras… no puedo. En un inocente juego habíamos abierto una puerta y nos asomamos a ella. Cuanto fue lo que vimos y cuanto puedo seguir viendo es lo que me preocupa, me atemoriza. Esa familia no se instalo ahí por decisión propia, como tampoco lo hice yo. El libro que tengo en mis manos, escogido entre un montón un mes atrás y comenzado hace unos días con las pausas exactas para que Rioja aparezca dos veces en un lapso de media hora junto a Jacinto que corre alrededor mío en la soledad de una playa a 300 km de casa en un feriado. Sepan disculparme, pero eso dejo de ser casualidad hace rato Rosario. No, no me mires así. No te quiero escuchar nombrar, Rosario, es peligroso no solo para mí, para todos.
Dándole la espalda al mar comencé a alejarme de ese extraño punto de confluencias convencido de que así las cortaría, escaparía a la caída de la siguiente ficha de ese domino que sin saberlo venia armando hace rato. Alejarme de ahí, de la familia y no retomar el libro hasta dentro de unos días, o nunca. Si, mejor así, no retomarlo nunca es la mejor opción. …Rosario-Rioja-Jacinto… pensaba mientras sorteaba las huellas de las camionetas que intentaba borrar el viento allí donde no llegaba el mar.

Termine de subir la pequeña pendiente de arena que funciona a modo de frontera natural con la playa. Gire apenas para darle una última mirada a la torre, al poste, al gazebo, la familia. Lentamente fui bajando del otro lado en búsqueda del camino de regreso a casa, procurando escabullirme silencioso entre las fichas sin siquiera rosarlas para asomarme a la libertad del otro lado. Pude notar cómo la temperatura se volvía de a poco más agradable a medida que el viento quedaba arrinconado en el corredor de la playa. Ese pequeño cambio me tranquilizó, tal vez todo había sido una exageración mía, habían sido casualidades y nada más que eso, no había nada de qué preocuparse. A los pocos metros Jacinto ya era pasado. Rioja estaba encerrado en un libro y todo el resto había quedado a mis espaldas en la playa borrado por el mar. Lo único que seguía mi andar era el viento que ahora escapaba a su corredor. Un viento que de a poco entendí no le podría escapar, no había espalda para darle. Era él quien decidía las huellas que se borraban. Y en el aturdimiento de su voz, entre sus últimos gritos empecinados en borrar todo rastro se arrastraba un grito de arena, un nombre que salió ferozmente a mi encuentro trayendo consigo aquella bestia que me espera y nos espera agazapada tras matorrales en nuestros apacibles regresos a la comodidad del hogar. 

sábado, 9 de julio de 2016

Saxo

El Saxo tres puertas azul oscuro de la marca francesa dejaba un surco en la película de agua que se empecinaba en cubrir la avenida. El limpiaparabrisas enfurecido se sacaba de encima el agua que chorreaba del cielo y del techo sobre el vidrio del conductor mientras que desde abajo otros torrentes desafiaban la gravedad y las estocadas de su obstinado adversario. Adentro todo era calma. El otro saxo, el que sonaba por los parlantes del auto, era especial para esa noche lluviosa de regreso a casa. Poco transito y el crepitar de las gotas sobre el techo. Estiró su mano derecha y tomo el encendedor que acababa de dar su señal con un disimulado salto. Se encendió un cigarrillo y bajo la ventanilla, lo justo y necesario como para negociar la salida del humo y sentir apenas el ingreso de gotas arrastrando aire.

El cansancio del día desvaneciéndose en la lluvia, en cada bocanada que encuentran sus labios. Las manos que buscarían la calidez de su espalda bajo el sweater blanco, bajo la camisa que llevaba esa mañana cuando la beso al salir. La punta de sus dedos subiendo suavemente a través del sendero indicado hasta llegar a la encrucijada que sería resuelta en un sutil chasquido y salir, ya sin obstáculos, al encuentro de su piel morena.

Treinta segundos indican los números rojos del semáforo. Veinte segundos. El saxo detenido en la esquina, los dedos golpeteando el volante desabrochan el corpiño y sus labios descienden por el cuello al ritmo de otro pitada. Diez segundos que pesan horas en la tranquilidad de esa noche lluviosa. El saxo comienza un lentísimo andar, inconsciente apuro en esa calma; sus manos buscan un cierre que los de ella ya encontraron en la oscuridad de su habitación.

Seis segundos. Un hombre vestido de negro agazapado contra la pared del hall de ingreso a un banco, en la misma esquina de la que caen a cuenta gotas los números rojos que pronto serán verdes en un fugaz amarillo de dos cuerpos que se desnudan y fluyen con la lluvia.

Las anteojeras de la noche y la ferocidad del limpiaparabrisas que confunden un simple paraguas tomado entre dos manos apuntando hacia abajo. El susto que presiona el acelerador antes de entender la confusión. El saxo que penetra en la avenida con los primeros gemidos de su mujer buscando su oído. Dos cuerpos confusos en la oscuridad perdiéndose en el aire, en el agua, para encontrarse en la ceguera del tacto. La mano que tantea el tablero para bajar el volumen y tomar un respiro tras el absurdo desconcierto y un semáforo que recién se atreve a su amarillo ante un público indignado que ya abandono sus ubicaciones. La mano que encuentra la piel erizada de sus pechos en la profundidad del océano y comienza a tejer su fina geografía.

El desconcierto que no deja un instante de concertar sus hilos en esa esquina a pesar de los susurros de la habitación. El cruce perfecto, calibrado, esperado pacientemente como quien responde a un plan divino que se impone, de un perro indiferente a la lluvia y a la noche y al tiempo y al tránsito en una infantil búsqueda de la nada. El limpiaparabrisas que no detiene su sincronizado andar de anteojeras, la tensión del día que emerge proyectándose en un instante en el pedal central y un volantazo. Sus manos sosteniendo firmemente el volante, sus dedos hundiéndose en el cuerpo de su mujer en un gesto final antes de lanzarse al vacío. La camioneta blanca de frente que alcanza a frenar con su propio volantazo. El asfalto mojado ahoga el chirrido de los neumáticos como queriendo evitar interrumpir el concierto de gotas. Un hombre con un paraguas que alcanza a ver todo desde una esquina parapetado en el hall de un banco. El cálido saxo que apaga a su vez el grito de la mujer que apareció fugazmente descendiendo de su vehículo tras un nuevo paso del limpiaparabrisas para desaparecer un instante después.

Un saxo que se apaga, dos manos de otoño que se desprenden de ese cuerpo de mujer para yacer paralelas e inertes en el eterno invierno que se avecina. Una contracción suspendida en el aire, en un tiempo ahora vacío en el que ya no tienen sentido los números rojos, ni los verdes, ni los amarillos. Tiempo que se desvanece en una mirada perdida en un espejo, que en un último gesto intenta inútilmente volver a esa habitación que creía lo único real hasta ese instante en que fue arrebatada. Un vacío que será llenado por otro mucho más profundo cuando llegue ese llamado.