sábado, 10 de diciembre de 2016

Sin titulo

Hace mucho que no escribo. No encuentro la razón, quizá no haya una. Lo curioso es que el paréntesis comenzó en el momento exacto en que hice un curso de escritura. Ahí deje de escribir. No es que no tuviese ideas o cosas en la cabeza que me motivaran a hacerlo, si las había, y las hay, tal vez en exceso. Pero ninguna de ellas fue plasmada.

Y ese paréntesis es cerrado sin una idea concreta. No es que estoy sentado frente a la hoja en blanco con una idea. No no, todo lo contrario, ningún tema del cual hablar, ninguna historia, ningún cuento. Nada. ¿O tal vez si? Reflexionando al respecto quizá el motivo por el cual estoy escribiendo sin motivo sea justamente la necesidad de cerrar ese paréntesis sea del modo que sea.

Les podría hablar del penetrante olor del perfume que tenía puesto la señora que se sentó delante mío en el 365 a las doce de la noche volviendo del teatro a mi casa. De cómo ese olor y no las conversaciones cercanas me distrajo de mi lectura. Olor que aun siento sentado frente a mi notebook mientras escribo, prendido como garrapata a mis fosas nasales. Porque escribo esto después de haber ido al teatro y regresado a mi casa en el 365 sentado detrás de una señora con un perfume penetrante. Pero no, no voy a hablar ni de ella ni de su perfume. Tampoco de la obra de teatro.

Finalizada la obra (el nombre no viene al caso) hice una pasada por el baño de caballeros (no hay cosa que deteste más que esperar el colectivo con ganas de mear, es insoportable). El mismo no tenía luz por algún desperfecto técnico, ya que todo el resto de las instalaciones estaban perfectamente iluminadas. No quedo otra que mear a oscuras (el celular aun lo tenía apagado, así que no pude utilizar su linterna). En esos trámites andaba cuando otra persona ingresa al baño y se pone a mear al lado mío. Lo particular de la situación obligo a intercambiar una serie de comentarios respecto a esta experiencia de hacer pis a oscuras. Y fue ahí que reconocí la voz. El pibe había actuado el día anterior en otra obra que había ido a ver. A la salida del baño continuamos la charla por un rato, sobre su obra, sobre el teatro, sobre mi obra (la charla del baño quedo en la oscuridad). Pero tampoco voy a hablar de eso, solo lo mencionaba como al paso, uste vio.

Las últimas cuatro películas son orientales. Si, cambio de tema bruscamente, ¿y qué? Tres de Miyazaki, japonés, y una de Ki-Duk, surcoreano creo. Podría buscar la información en este momento pero prefiero quedarme con la incertidumbre y la suposición. Me gustaron mucho, las cuatro, otro modo de narrar, otro modo de presentar los personajes, de filmar, otro modo. Las de Miyazaki mantienen una tónica: el vínculo hombre-naturaleza, también suele aparecer mucho la relación del hombre con la tecnología; sus protagonistas suele ser jóvenes (niños y niñas casi siempre). De Ki-duk vi tan solo dos películas pero creo que suele incursionar bastante por los sentimientos, pasiones y deseos más ocultos en el ser humano. Pienso en la palabra pulsiones mientras escribo esto, aunque no sé muy bien que significa calculo que algo tiene que ver.

Podríamos seguir hablando de las últimas conversaciones que escuche en el tren, una entre dos hombres en la cual uno le aconsejaba al otro como encarar el divorcio con su (ex) mujer, que decir, que ocultar, como moverse y toda esa porquería donde la cuestión de fondo (aunque no tan al fondo) es siempre la guita; otra de un pibe hablando con lo que yo supuse que era su novia aconsejándole de un modo un tanto agresivo como encarar la compra de una obra de arte en un remate próximo (los consejos y toda la escena que pintaba eran bastante turbios por cierto, ah, y si, la cuestión de fondo era nuevamente guita); u aquella otra de una señora puteandose con un ex porque no le pasaba la guita de su hijo (que estaba presente). Escrito esto me doy cuenta que los tres tienen la misma preocupación de fondo: plata. Rige nuestras vidas y todas nuestras relaciones. De nuevo el olor del perfume en el 365, ¿lo sienten? ¿Lo huelen? Ya sé que no va a ser el mismo, pero presten atención que seguro aparece. ¿Y? Pero dije que no voy a hablar del perfume, tampoco de estas conversaciones.

No voy a hablar de nada. De hecho me voy a dormir. Sé que no estoy cumpliendo con nada de lo visto en el curso, pero no me importa, estoy cumpliendo con el objetivo que me puse al comenzar: cerrar el paréntesis, aunque sea de un modo patético desde el punto de vista literario. Lo otro que me parece importante es que después de mucho tiempo vuelvo a respetar lo que en sus inicios fue la esencia del blog: escribir lo que se me venga a la cabeza, sin filtro, sin repaso, sin correcciones. Este es uno de esos casos.

domingo, 31 de julio de 2016

Esperas

-Estamos cerrando pibe-dice un gordo de rulos en jeans muy sucios y desgastados al verme revisando los horarios colgados en una pared, justo a la izquierda de las ventanillas para venta de boletos y carga de tarjetas, ambas con el respectivo cartel “cerrado” pintado sobre hojas de cuaderno con birome azul y recubierto con cinta scotch asomándose por la abertura de las transacciones.

–Acaba de pasar uno, ¿no?-pregunto para abrigar de certeza a mi mala suerte en esa noche helada de domingo. Camino a la estación pude ver desde el semáforo de Virrey Vértiz y Juramento la llegada y partida de una formación.

-Sí, ese era el último- responde el gordo de rulos mientras hecha llave a la reja que permitía el acceso al andén. 11:36, leo en la tabla de horarios correspondiente a sábados, domingos y feriados. 11:38, leo en mi celular.

Sin dar lugar a muchos lamentos pegue la vuelta y enfile por Juramento camino a Cabildo a esperar el salvador 60. A esa hora de domingo no iba a tener mucho viaje, todo dependería de cuanto tardara en pasar. Encuentro una parada en Juramento y Vuelta de Obligado. Vacía. Mal indicio, pienso, debe haber pasado uno hace muy poco tiempo. Me apoyo sobre el cartel sin cigarros, sin música, sin libro, sin nada particular que hacer para matar el tiempo más que mirar a los transeúntes de domingos por la noche. Al rato una chica se suma a la misma parada. Algunos comensales en el Freddo de enfrente, gente que entra y sale de la pizzería que esta unos metros más allá de la parada y el esqueleto de una feria que va desapareciendo poco a poco.

Esperar el colectivo no es lo mismo que esperar un tren. En alguna época pudo haber sido algo similar, pero ya no. Con las aplicaciones uno puede planificar sus movimientos, deserciones, alternativas, todo, sabiendo cuanto falta para la llegada de la próxima formación y cuanto le queda hasta su destino. En el caso de los colectivos esto es una verdadera lotería, sobre todo a esas horas de esos días. Al desconocimiento absoluto del horario en que llega el próximo bondi se suma el constante juego emocional de la aparición en la lejanía de las más diversas líneas. Algunas son muy sencillas de identificar por sus llamativos colores como el verde 15. Sin embargo, hay otras que hasta no tenerlas cerca uno no sabe a qué línea corresponde. Y aun pudiendo ser la línea que uno espera puede ocurrir que no sea el ramal correspondiente. Juegan con las esperanzas hasta último momento. Todo genera una diferencia sustancial con la espera del tren. Por esa única vía no puede venir otro que no sea el que uno espera. No obstante, años atrás existía la posibilidad de que sea el tren de los cartoneros que funcionaba pos 2001, años en que los horarios de los trenes lejos estaban de cumplirse, y pocas cosas eran las que se cumplían y el mundo parecía que iba a colapsar… bueno, como ahora, pero hoy al menos te cumplen los horarios y uno ya se puede ir tranquilo a su casa. A ésta época de anarquías temporales me refiero con que era bastante similar la espera de un medio o del otro. La desazón de esos tiempos, la falta de esperanzas, la melancolía de una juventud sin perspectivas de futuro se condensaban en esos minutos de espera… tan larga espera que al final uno no sabía qué era lo que esperaba.

Pero ya no ocurre. La formación que viene es la que uno aguarda e incluso puede verla moverse en vivo y en directo a través de su respectiva aplicación. Hasta donde sé tal cosa no existe aún para los colectivos. Y si existe no tiene difusión. Y si no tiene difusión es porque no funciona. Y si no funciona es porque los colectivos no pueden respetar un horario.

La línea 60 tiene diversos ramales (alrededor de 14 si no me equivoco). Esa noche debo haber visto pasar la mitad de ellos hasta la llegada del indicado. Era un juego con mis sentimientos, con mi paciencia de domingo por la noche hasta los últimos metros, ya que podía identificar la línea por lo menos a una cuadra de distancia gracias a su característico rojo de los carteles y los tonos beige de sus colectivos, pero el cartel más pequeño correspondiente al ramal lo podía leer recién en los últimos metros. Casi estuve por perderlo debido a este hecho y alguna vez lo perdí.

-Mil pesos esa campera de mierda- escucho a mis espaldas. Unos diez minutos antes una pareja en moto había subido por una pequeña abertura que quedaba en el cordón unos metros antes de donde yo me encontraba, entre un gran tacho para tirar cosas plásticas y el poste de la parada. Tras alguna compra en la pizzería tal vez, o quizá en el kiosco que está llegando a la esquina de Cabildo, ahora se aprestaban a bajar a la calle por la misma abertura.

-Ta regulando mal en primera- dice quien parece ser la novia del otro muchacho.

-¿Vos decís? Yo la siento bien-responde-…encima no parece nada abrigada. Tan loco estos tipos, quien carajo se la va a comprar-. La chica al volante baja a la calle, el muchacho se suma al rodado y parten esquivando un recolector de basura que estaba parado frente al semáforo.

Giro hacia la vidriera en búsqueda de la susodicha campera. Total, que otra cosa tenía para hacer en esa espera del 60 por Cabildo. Efectivamente había un escultural maniquí vistiendo una campera tipo Uniqlo. La etiqueta que colgaba tenía dos precios: $ 2000, tachado con una x en fibrón rojo, y abajo decía $ 1090. Vuelvo mi atención hacia Juramento en el momento preciso en que pasa un 60 frente a mí. Por suerte alcance a ver el cartel de Panam 1, pero ese momento podría haber llegado a ser realmente trágico. No ver el cartel hubiese significado una tremenda duda existencial sobre el ramal, un sentimiento de pelotudes muy profundo y peligroso para un domingo a la noche. Una repentina incertidumbre sobre el bondi que me había perdido (o no) hubiese sido cientos de veces más asfixiante y desolador que saber la perdida de aquel que yo esperaba. La certeza sobre una perdida es positiva como tal al margen del dolor que esa pérdida cause si del otro lado se alza la incertidumbre respecto a la misma. La primera nos permite iniciar un periodo de duelo, de lamento, de saberme un pelotudo para así poder empezar a planificar alguna estrategia de superación, de vistas a un futuro que se tiene que asomar casi necesariamente como positivo frente al instante de la desoladora certeza. La incertidumbre nos abraza con la duda más extrema, elimina toda posibilidad de proyección, nos deja en un absoluto impasse e inmovilismo. Ni siquiera nos dejaría la alternativa de consagrar nuestra pelotudes (en este caso la mía) con un –La concha de mi madre, un segundo que miro un cartel y se me pasa el bondi!- nada. Me quitaría hasta la posibilidad de martirizarme. Panam 1, no sabes todo lo que significaste en ese segundo que pasaste frente a mí siendo ya las 0 horas del lunes.

Por suerte nada de esto ocurrió, no fue más que un pequeño sobresalto al ver que tenía frente a mí un beige de números rojo, efímero instante de inquietud al leer el cartel correspondiente al ramal para continuar todo en la más absoluta normalidad. Todo en una fracción de segundos.

-Hambre de mujeres tengo, de mujeeeeeeeres, no de pizza-dice un linyera a otro mientras hecha una mirada poco discreta a la chica que hacía fila atrás mío. Cargaba una bolsita con un paquete en papel gris. Las pizzas, pienso. Caminaban en dirección hacia Libertador, habían recibido esa bolsita de mano de un grupo de amigos que salió de la pizzería en el momento que ellos dos pasaban por la puerta. Frena sorpresivamente, media vuelta y me encara, esa atracción que genero en los vagabundos y que nunca logre comprender. –Eh pibe, de mujeres entendes, no de pizza-repite enojado, como si reclamase que estaba esperando una mujer. –Pizza, birra y faso pibe, eh, ¿la viste? Pizza, birra y faso-me repite mirándome a los ojos. Su amigo se había detenido metros más adelante al notar que estaba caminando solo.

-Si la vi, buena peli-le respondo sin mucho entusiasmo.

-Ah!-es toda lo que expresa mientras volvía a emprender su marcha.

Y otro 60 Panam. Y pasa el tiempo. Y tengo sueño. Y dos skaters que giran desde Obligado hacia Juramento. El sonido de la fricción de las ruedas de las patinetas contra el asfalto es inconfundible. Hermosamente inconfundible. Recuerda a las épocas en que fabricábamos kartings con rulemanes. No es el sonido exacto, el del ruleman es un poco más metálico, más agudo y chillón, pero se alzan sobre la misma melodía. Son dos variantes sobre un mismo tema. Una cuerda atada al asiento de una bicicleta convertía al karting en un vehículo tremendo para cualquier niño. La alternativa cuando no se contaba con una cuerda era ser empujado por las espaldas, aunque está claro que la adrenalina no era la misma. También una cuerda atada a ambas puntas del tren delantero constituía un formidable volante para maniobrar la máquina. Contar con calles en pendiente era una gran ventaja, ya que se podía prescindir tanto del empujón como de la bicicleta. La contrapartida era que el único modo de frenar era lanzándose al asfalto. Siempre me pregunté si todos los kartings que se fabrican de críos contaban con el mismo eficiente sistema de frenado, al fin y al cabo era prácticamente imposible no acabar esas jornadas habiendo pasado por el rayador del cemento.

Pero estos dos skaters se movían con mucha presteza. Esquivaron unos vallados de reparaciones en la esquina, hicieron unos saltos en movimiento (nada superlativo, salto con patineta fija, ninguna voltereta) y continuaron su marcha hasta la altura del Freddo. Ahí detuvieron su andar frente al cordón. Con el mismo movimiento exacto de golpe con pie derecho sobre parte trasera para atajar con mano derecha la parte delantera, subieron a la vereda, lo cual me desilusionó un poco ya que era el momento que esperaba para un gran salto final de escalada pero no hubo nada de eso. Minutos después salieron de la heladería con una bolsita cada uno y volvieron por donde habían llegado.


Cuarenta minutos después de haber perdido el último tren llega el 60 Cabildo. Paso mi tarjeta. Poca gente pero ningún lugar libre. No importa, comienza el tramo final. Tras doblar hacia la avenida y enfilar su trompa apuntando al norte son varios los pasajeros que se disponen a bajar. Ahora sí, asiento y a disfrutar de los nuevos personajes que me acompañan, los que saldrán de escena y los que entraran, como el viejo que a la altura de Vicente López se quiere subir por la puerta trasera que el chofer le cierra justo en la cara y comienza su corrida hasta la delantera a los golpes de los vidrios laterales para que no arranque. Pedido de disculpas por su accionar –es que me baje del que venía atrás, pensé que no me habías visto, y si pierdo este no llego más a mi casa viste-intercambio de palabras amables con el conductor y asunto finalizado.

domingo, 24 de julio de 2016

Ajedrez

Decidieron encontrarse en la plaza, en aquella mesita redonda con un tablero de ajedrez grabado al centro que tantas veces habían usado y compartido. Siempre que podían elegían esa mesita y no otra, a pesar de que hubiese otros tableros repartidos por el parque. Aquella tenia la particularidad de ubicar a ambos de modo tal que tenían a su costado (uno a la izquierda y el otro a su derecha) los juegos de los niños. Pasamanos, subibajas, hamacas y calesitas, todo en movimiento, eran motivo de distracción mutua, a veces en medio de la partida pero generalmente ya finalizada cuando arrancaba la ronda de mates. Llegar a la plaza y que la mesa este ocupada significaba un problema: uno de los dos tendría los juegos a su espalda y el otro de frente. En términos de distracción podría llegar a significar una ventaja en el desarrollo del juego. -¿Qué fue lo que moviste?- era la pregunta que solía irritar en esos casos.

A Laura le gustaban las piezas blancas. Juan optaba por las negras. Jamás intercambiaron los colores, quedo definido de ese modo desde aquella heroica partida ganada por Juan en el momento exacto en que comenzaban a caer las primeras gotas de una lluvia que había amenazado toda la jornada. Pero esa tarde se trataría de otra partida, serian otras las piezas invisibles que se moverían presagiando un último juego sin colores en otra tarde cargada de gris.

Juan llego unos minutos antes de lo hablado y noto a lo lejos que Laura ya estaba allí. La expresión distante de su cara a medida que se acercaba y la ausencia de los mates esperando a sus pies le hicieron saber a Juan que sería una partida muy dura. El frío beso que al fin lo recibió y unas manos que no quisieron salir de los bolsillos de su campera fueron para él una implacable movida de jaque mate que sabia no podría contrarrestar. Toda la estrategia que venía pensando se derrumbo en un suspiro, frágil castillo de arena que quería permanecer erguido ante el avance de la marea.

Comenzó moviendo blancas y no por una cuestión de reglamento. Una avanzada de peones, cruces de alfil en diagonal, caballos que se multiplicaban saltando por el tablero y torres llevándose todo por delante lo dejaron prontamente indefenso. Los turnos de las negras eran fugaces, apenas un intento de replica desorientada, de peones moviéndose al paso que de uno en uno iban siendo dejados a un costado. Ya había comprendido el mensaje, lo inútil de esa tarde, no tenía ganas de atacar con la tangente de sus alfiles antes los giros que preparaba Laura, no esta vez. No utilizaría su enroque ni se parapetaría en sus altas torres desde donde podía repasar lo acontecido en los últimos meses. Pocos niños jugueteando esta tarde, pensó. Tal vez el frio que comenzaba a asomar, tal vez la posibilidad de tormenta, tal vez. Los caballos estaban inmóviles en sus establos observando tristemente como caía su débil línea de avanzada. No había movida ni jugada posible que evitara ese día la derrota. Pero también notó que Laura hacia todo lo posible por estirar, por prolongar la agonía del mate al desprotegido rey llevando innecesariamente la partida a esa instancia en que la corona junto a algunos otros rezagados, más por casualidad que por astucia, huían y daban vueltas por el tablero.

Y así se prolongaba en el tiempo un final anunciado desde el comienzo. Es que el mate al rey tampoco le significaba el triunfo a Laura en esta extraña partida. (Un niño llorando, una madre que acude en su auxilio logran distraerlos momentáneamente para volver a encontrarse frente a un tablero de ajedrez vacío en una mesa vacía.) Ya no mas piezas, ya no mas movimientos. ¿Tablas? Imposible, Juan lo sabía muy bien aunque eso aparentara. Miro al rey, estiro su mano derecha y en lugar de iniciar una nueva huida lo dejo caer sobre el tablero, un golpe seco para quedar mirando un cielo nublado con fondo de cuadros blancos y negros. A escasos centímetros la confundida mirada de una reina blanca ante lo que acababa de suceder. El resto de las piezas parecían igualmente desorientadas, como si no quisiesen el triunfo que acababan de obtener, no era eso lo que buscaban, menos aún de ese modo.


Tras una nueva pausa, Juan comenzó a tomar lentamente sus piezas esparcidas por la plaza: un pelotazo inesperado en la mesita contigua a la calesita y las piezas volando por los aires, un peón que aun permanece perdido desde aquel día, interminables mates en interminables tardes, una torta exquisita compartida en un cumpleaños. Miró a la Laura a los ojos y se marchó sin palabras, tan solo con un gesto de incomprendida despedida. Dio media vuelta y emprendió su caminata por el sendero que llevaba a los juegos de los niños que ya no estaban. Laura se quedó sentada, con el sabor del triunfo más amargo que había experimentado. Frente a ella una mesa redonda por primera vez realmente vacía, un tablero de ajedrez grabado en su centro, una reina blanca inmóvil y un rey yaciendo a sus pies sobre un fondo de cuadros negros y blancos con su mirada perdida en el cielo nublado de la tarde. Una primera gota desprendida lentamente dio contra el tablero. Por suerte la partida ya había terminado.

martes, 19 de julio de 2016

Caprichos

La playa fuera de temporada se llama Soledad y el viento helado es su mejor portavoz. Acobijado a sus pies, el poste de una de las torres de guardavidas era el único refugio para leer y cebarse unos mates. El intermitente sol de frente no abrigaba en pleno junio como sí lo hacia la campera tipo militar que me cubría, aquella que mi primo dejara abandonada en su placard tras su regreso de Salta a Buenos Aires años atrás (paso que yo seguiría tiempo después).
El vértigo de la soledad puede resultar insoportable para bichos de ciudad, pienso mientras veo a una familia y amigos instalarse a escasos diez metros de distancia. Un incipiente gazebo a estrenar y gritos de cuatro niños clavan bandera en la insuficiente inmensidad de la costa. Extraña tendencia al aglomeramiento, a vivir la vida asomándonos desde balcones y apretándonos en trenes vacíos. La búsqueda de un semejante completamente ajeno para sentirme parte integrante del todo que nos rodea. Y el mar… el mar empecinado en borrar toda huella llevando la escultura al liso casi perfecto de su piel.
¿Por qué tenía que ser acá? ¿Por qué hoy? Pero lo que comenzó siendo una molestia se fue convirtiendo poco a poco en un show, una suerte de obra teatral montada para un único espectador. Niños ajenos al frio y a las indicaciones de sus madres iniciaron sus curvas carreras sin meta ni destino, padres que peleaban infantilmente por la instalación del gazebo: -¿quién tiene las instrucciones?-, ¿vos no las trajiste?-, -Me las habías pedido hace un rato cuando bajamos de la camioneta-, -Para mí hay que tirar más de los parantes-. Los cuatro críos desviaron su carrera hacia el sector más atrayente y atrapante para cualquier niño: la torre de guardavidas, es decir, sobre mi cabeza. Yendo de un lado a otro, asomándose por la baranda, tratando inútilmente de abrir la puerta, los padres comenzaron sus gritos cruzados de que se bajaran de ahí y buscaran otro lugar para jugar.
Jacinto veni para acá. Fue la llegada de ese nombre lo que comenzó a darle sentido a toda la escena que se había desplegado: la presencia de la familia, su estúpida elección del lugar, el corretear de los niños, el gazebo. Los caprichos del azar, las casualidades, la indescifrable intersección de múltiples diagonales sobre el plano para enfrentarnos a lo nuevo y desconocido. La puerta de la incertidumbre. Claro que existe la posibilidad de que quien estaba de más en ese lugar era yo, no la familia. La estúpida elección del lugar fue la mía, caído ahí para trastocar el natural desarrollo de los hechos. Sé que les debe parecer un sinsentido. Perfectamente podría haber continuado con mis asuntos restándole importancia y que todo continúe su camino sin sobresaltos. Pero cuando a esa casualidad vino a sumarse otra ni bien baje mi vista para retomar la lectura se encendieron las alarmas. Esa conjunción me llamo inmediatamente la atención. Realmente no quería quedarme ahí y escuchar un -¿Rosario trajiste el tejo?- por nada del mundo, sabia como continuaba todo, sabía lo que venía después.
-Rosario-, le dije a mi hermana mientras cocinábamos. Era mi compañera de equipo en ese fin de semana familiar. Esa noche nos tocaba cocinar a nosotros para lograr los cinco puntos correspondientes a la mejor comida nocturna. –Rioja-, me retruco ella. Mientras picábamos verduras para nuestro menú y preparábamos un postre pasábamos el tiempo con un juego muy simple: partíamos de una palabra, y con su última silaba el otro debía devolver con otra para dar inicio a un ping pong de palabras encadenadas por sus silabas. Perdía aquel que erraba en la separación de sus partes o por no encontrar palabra para retrucar. –Jacinto-, continué yo. No se porque pensé en Jacinto… no es un nombre que tenga muy presente ni mucho menos. Jacinto… la última vez que oí ese nombre fue escuchando el tango Jacinto Chiclana, fines del año pasado. Nunca conocí a un Jacinto. Pero a Rioja le retruque con Jacinto mientras cortaba unos zucchinis en tiritas, no con Jazmín o jacaranda o jarabe o jabalí o jabón. Jacinto. Desconozco porque mi hermana opto por Rioja y no por Riobamba o rionegrino o rioplatense. Claro que no pensaba en todo esto cuando me recosté sobre el poste en un lugar de la playa que (ahora lo veo con claridad) había sido elegido para una familia que llegaría minutos más tarde.
Tras el reclamo de los padres a sus hijos para que bajaran de ahí y se fueran a jugar a otro lado retome el libro que tenia entre mis manos en el cuento que me tocaba empezar.  Bastaron tres párrafos de la primera página para enterarme: Flora es riojana. Es una boludes, lo sé, por eso me sonreí y continué restándole importancia. Pero en mi cabeza resonaban Rioja y Jacinto. No quiero escuchar Rosario, pensaba mientras intentaba mantener mi atención en la lectura. Tampoco me interesa leerla. Y Rioja se atreve a aparecer en la primera página del siguiente cuento. No quiero escuchar Rosario, me seguía repitiendo para mis adentros.
Cerré el libro. Mire al grupo de gente que al menos había tenido la discreción de ubicar sus reposeras un poco más allá del gazebo. Sé que estas ahí Rosario, pero no quiero. No es por vos, no te lo tomes personal, es por lo que te sigue, lo que te antecede, todo lo que carga tu presencia. …Rosario-Rioja-Jacinto-… Esas palabras… no puedo. En un inocente juego habíamos abierto una puerta y nos asomamos a ella. Cuanto fue lo que vimos y cuanto puedo seguir viendo es lo que me preocupa, me atemoriza. Esa familia no se instalo ahí por decisión propia, como tampoco lo hice yo. El libro que tengo en mis manos, escogido entre un montón un mes atrás y comenzado hace unos días con las pausas exactas para que Rioja aparezca dos veces en un lapso de media hora junto a Jacinto que corre alrededor mío en la soledad de una playa a 300 km de casa en un feriado. Sepan disculparme, pero eso dejo de ser casualidad hace rato Rosario. No, no me mires así. No te quiero escuchar nombrar, Rosario, es peligroso no solo para mí, para todos.
Dándole la espalda al mar comencé a alejarme de ese extraño punto de confluencias convencido de que así las cortaría, escaparía a la caída de la siguiente ficha de ese domino que sin saberlo venia armando hace rato. Alejarme de ahí, de la familia y no retomar el libro hasta dentro de unos días, o nunca. Si, mejor así, no retomarlo nunca es la mejor opción. …Rosario-Rioja-Jacinto… pensaba mientras sorteaba las huellas de las camionetas que intentaba borrar el viento allí donde no llegaba el mar.

Termine de subir la pequeña pendiente de arena que funciona a modo de frontera natural con la playa. Gire apenas para darle una última mirada a la torre, al poste, al gazebo, la familia. Lentamente fui bajando del otro lado en búsqueda del camino de regreso a casa, procurando escabullirme silencioso entre las fichas sin siquiera rosarlas para asomarme a la libertad del otro lado. Pude notar cómo la temperatura se volvía de a poco más agradable a medida que el viento quedaba arrinconado en el corredor de la playa. Ese pequeño cambio me tranquilizó, tal vez todo había sido una exageración mía, habían sido casualidades y nada más que eso, no había nada de qué preocuparse. A los pocos metros Jacinto ya era pasado. Rioja estaba encerrado en un libro y todo el resto había quedado a mis espaldas en la playa borrado por el mar. Lo único que seguía mi andar era el viento que ahora escapaba a su corredor. Un viento que de a poco entendí no le podría escapar, no había espalda para darle. Era él quien decidía las huellas que se borraban. Y en el aturdimiento de su voz, entre sus últimos gritos empecinados en borrar todo rastro se arrastraba un grito de arena, un nombre que salió ferozmente a mi encuentro trayendo consigo aquella bestia que me espera y nos espera agazapada tras matorrales en nuestros apacibles regresos a la comodidad del hogar. 

sábado, 9 de julio de 2016

Saxo

El Saxo tres puertas azul oscuro de la marca francesa dejaba un surco en la película de agua que se empecinaba en cubrir la avenida. El limpiaparabrisas enfurecido se sacaba de encima el agua que chorreaba del cielo y del techo sobre el vidrio del conductor mientras que desde abajo otros torrentes desafiaban la gravedad y las estocadas de su obstinado adversario. Adentro todo era calma. El otro saxo, el que sonaba por los parlantes del auto, era especial para esa noche lluviosa de regreso a casa. Poco transito y el crepitar de las gotas sobre el techo. Estiró su mano derecha y tomo el encendedor que acababa de dar su señal con un disimulado salto. Se encendió un cigarrillo y bajo la ventanilla, lo justo y necesario como para negociar la salida del humo y sentir apenas el ingreso de gotas arrastrando aire.

El cansancio del día desvaneciéndose en la lluvia, en cada bocanada que encuentran sus labios. Las manos que buscarían la calidez de su espalda bajo el sweater blanco, bajo la camisa que llevaba esa mañana cuando la beso al salir. La punta de sus dedos subiendo suavemente a través del sendero indicado hasta llegar a la encrucijada que sería resuelta en un sutil chasquido y salir, ya sin obstáculos, al encuentro de su piel morena.

Treinta segundos indican los números rojos del semáforo. Veinte segundos. El saxo detenido en la esquina, los dedos golpeteando el volante desabrochan el corpiño y sus labios descienden por el cuello al ritmo de otro pitada. Diez segundos que pesan horas en la tranquilidad de esa noche lluviosa. El saxo comienza un lentísimo andar, inconsciente apuro en esa calma; sus manos buscan un cierre que los de ella ya encontraron en la oscuridad de su habitación.

Seis segundos. Un hombre vestido de negro agazapado contra la pared del hall de ingreso a un banco, en la misma esquina de la que caen a cuenta gotas los números rojos que pronto serán verdes en un fugaz amarillo de dos cuerpos que se desnudan y fluyen con la lluvia.

Las anteojeras de la noche y la ferocidad del limpiaparabrisas que confunden un simple paraguas tomado entre dos manos apuntando hacia abajo. El susto que presiona el acelerador antes de entender la confusión. El saxo que penetra en la avenida con los primeros gemidos de su mujer buscando su oído. Dos cuerpos confusos en la oscuridad perdiéndose en el aire, en el agua, para encontrarse en la ceguera del tacto. La mano que tantea el tablero para bajar el volumen y tomar un respiro tras el absurdo desconcierto y un semáforo que recién se atreve a su amarillo ante un público indignado que ya abandono sus ubicaciones. La mano que encuentra la piel erizada de sus pechos en la profundidad del océano y comienza a tejer su fina geografía.

El desconcierto que no deja un instante de concertar sus hilos en esa esquina a pesar de los susurros de la habitación. El cruce perfecto, calibrado, esperado pacientemente como quien responde a un plan divino que se impone, de un perro indiferente a la lluvia y a la noche y al tiempo y al tránsito en una infantil búsqueda de la nada. El limpiaparabrisas que no detiene su sincronizado andar de anteojeras, la tensión del día que emerge proyectándose en un instante en el pedal central y un volantazo. Sus manos sosteniendo firmemente el volante, sus dedos hundiéndose en el cuerpo de su mujer en un gesto final antes de lanzarse al vacío. La camioneta blanca de frente que alcanza a frenar con su propio volantazo. El asfalto mojado ahoga el chirrido de los neumáticos como queriendo evitar interrumpir el concierto de gotas. Un hombre con un paraguas que alcanza a ver todo desde una esquina parapetado en el hall de un banco. El cálido saxo que apaga a su vez el grito de la mujer que apareció fugazmente descendiendo de su vehículo tras un nuevo paso del limpiaparabrisas para desaparecer un instante después.

Un saxo que se apaga, dos manos de otoño que se desprenden de ese cuerpo de mujer para yacer paralelas e inertes en el eterno invierno que se avecina. Una contracción suspendida en el aire, en un tiempo ahora vacío en el que ya no tienen sentido los números rojos, ni los verdes, ni los amarillos. Tiempo que se desvanece en una mirada perdida en un espejo, que en un último gesto intenta inútilmente volver a esa habitación que creía lo único real hasta ese instante en que fue arrebatada. Un vacío que será llenado por otro mucho más profundo cuando llegue ese llamado.


      

domingo, 26 de junio de 2016

Crash

Crash!! Un estruendo de vidrio liberando de un golpe toda su tensión invisible. El rayo descargando su energía en un caprichoso instante. El miedo. La incertidumbre. La tragedia. Tan cercana que no podemos verla, tan lejana ella. Nos rodea, nos envuelve, nos abraza, como la vida. Sus dos caras, sus opuestos complementarios. Los escasos centímetros de la espera en el andén, en cualquier esquina. –Que tal, buenas tardes: ¿a quién viene a buscar hoy?- Oráculos, cartas, brujas, estrellas, se entrecruzan para formar una trama que aún no logra atraparla. Siempre se las ingenia para escabullirse y sorprender (a veces más, a veces menos).

Crash!! Se escucha desde el abrazo de la hamaca en el jardín un sábado por la tarde. Un estruendo de vidrio que rompe intempestivamente la calma. Sobresalto. La preocupación subsiguiente. Las ramas de la higuera que protegían la siesta se sacuden suavemente. Tal vez su reacción ante la repentina intromisión de un agente extraño a ese dia, a ese horario y contexto; tal vez el vaivén natural ante el susurro de un aire que jamás pasó.

Una mecedora. Alguien sentado sobre ella, conversando. Todo transcurre con la normalidad de los sábados por la tarde después de los ensayos en esa sala improvisada en lo que supo ser el living de una casa de familia. –En esa pared, atrás del empapelado, hay una sirena con los pechos al aire- solía contar el abuelo, orgulloso. Su énfasis en la letra pe estimulaba en el oyente la imagen de unas tremendas tetas. Pero eso es otra historia. La mecedora. La atención hoy está en la mecedora y su suave balanceo:

adelante…

atrás…

adelante…

atrás…

La cadencia comandada por los pies de su inquieto jinete. (Afuera, bajo la higuera, otra cadencia lado a lado, al mando de un pie derecho sobre el piso y un cuerpo flotante sobre la hamaca.) El jazmín que tapo prácticamente toda la ventana del living ahora se atreve a meterse dentro de la casa. Tiene dos claras ventajas: el calorcito del verano (la ventana jamás se cierra) y las lluvias de la temporada (el jazmín crece por día). Rige un pacto implícito: no se lo corta a cambio de su constante perfume. Cada lluvia es sumergirse en olores: el jazmín, la lavanda que se escabulle por el pasillo desde el otro ángulo de la casa, tierra y cemento. Y flores, siempre flores.

La mecedora se encuentra ubicada continua al sillón, ambos dos bajo la ventana tapizada de jazmín que da al jardincito de ingreso a la casa. Debido al peligro para quienes están en el sillón de golpearse la cabeza contra ésta se la abre lo máximo posible. Ese máximo posible es un ángulo de unos 45 grados aproximadamente, motivo por el cual la línea de la mecedora se encuentra por delante de la del sillón, de modo contrario se evitaría un accidente  a cambio de otro.

Adelante, y atrás… y de nuevo adelante. La ventana abierta. La mecedora y su menear. Adelante…, el borde inferior, atrás…, de la ventana rozando, adelante…, la esquina superior, atrás…, de la mecedora. Ese pequeño espacio, esa franja de luz, concentrando una imperceptible tensión. Algo ocurre allí mientras a su alrededor todo transcurre con aparente normalidad. Esa franja de luz es cada vez más pequeña, la mecedora y la ventana se acercan peligrosamente, momentáneos imanes en caras opuestas ¿Acaso la ventana se fue moviendo poco a poco, milímetro a milímetro buscando ese encuentro? ¿La cadencia del pie llevaba a la mecedora hacia ese ángulo? El encuentro de dos cuerpos desplazando el espacio de aire. La mecedora, atrás…, salió al encuentro de la ventana en el momento exacto en que volvía, adelante…, empujándola desde su borde inferior sacándola de su quicio. La ventana apoyada por una fracción de segundos sobre el canto tallado del respaldo de la mecedora dio un giro sobre su eje y se precipito de lleno sobre la cabeza del jinete.

Crash!! Un estruendo de vidrio liberando de un golpe toda su tensión invisible. La mecedora detenida. La hamaca detenida. El sábado detenido en un efímero instante de tragedia. La higuera se sacude. Una alfombra de vidrios de todos los tamaños alrededor de la mecedora y, sobre ella, una mirada desconcertada asomada a través del marco de una ventana que ahora descansa sobre sus hombros. Ni un corte, ni un rasguño, nada.

  Liberada la tensión de a poco se recupera la tranquilidad de sábado por la tarde, esos sábados de ensayo en la sala improvisada en el living de lo que supo ser una casa de familia con la distante mirada de una sirena con los pechos al aire. Pero eso ya es otra historia.

martes, 14 de junio de 2016

Finísimo hilo de plata (Parte II)

Finísimo hilo de plata… ocupan mis pensamientos día y noche. No solo mis pensamientos, porque desde aquel día los visualizo todo el tiempo, por todas partes. Mi primera reacción fue la de pensar en una indiscreta araña que se le había ocurrido diseñar su universo en el centro de mi habitación. A tal punto había eliminado el tema que finalmente lo tenía frente a mí y no lo reconocía. Coloque una silla debajo, estire mi mano y me dispuse a eliminar esa línea basal de su arquitectura. Mi sorpresa fue mayúscula. El dedo atravesaba la línea (o lo que yo creía tela hasta ese momento) y esta se mantenía firme, inmutable en su lugar. Estaba clarísimo que no era una tela, finísimo hilo de plata. Ante el extraño suceso repetí la acción con ambas manos, con el brazo, una carpeta, libros. Nada. Firme, estática, mantenía su sagrada posición. Baje de la silla, la deje en su lugar, y me dispuse a dormir con una tranquilidad que no dejaba de causarme cierta sorpresa. Me dormí mirando ese finísimo hilo de plata brillar sobre mi cabeza. En sueños la fogata, el jardín, y yo consumiéndome por el fuego en un rincón.

Por la mañana ya no era uno sino dos. Lo curioso del asunto es que cuando salí de mi habitación y me dirigí hacia el baño note que los hilos lo atravesaban todo, es decir, continuaban del otro lado de la pared y se extendían indefinidamente por el espacio. Esto último lo supe cuando me asome por la ventana. Al exterior vi cientos de ellos cruzando toda la ciudad en distintas direcciones pero jamás tocándose uno con otro. Comprendo la reacción que puedan tener ustedes que siempre me consideraron un loco, pero lo que estaba ocurriendo me resultaba tranquilizadoramente familiar y normal. Nada de sobresalto, de ansiedad, de emoción, sino todo lo contrario. Finalmente me encontraba frente a lo que había buscado toda mi vida. Siempre supe que estaba ahí, en nuestras narices, pero no sabía cómo develarla. Aunque aún no comprenda porque, tras largos años la clave fue abandonar la búsqueda. Finísimos hilos de plata tejiendo nuestra realidad en un gigantesco tapiz. De pronto todo alineado, todo ordenado, todo con sentido.

Ese día no me presente al trabajo. En poco tiempo recobre mi mala fama en el barrio. No me importaba. Retome mis estudios, mis notas, mis diagramas, mis cálculos. Veía esas líneas por todas partes, pero jamás se cruzaban. Algunas transitaban el mismo camino dejando metros entre sí, otras viajaban juntas a tan solo centímetros. Mi habitación era cruzada por catorce de ellas en diversas direcciones.

Siguiendo mis investigaciones el paso siguiente era encontrar cruces, puntos donde una línea era atravesada por otra. En mis épocas de estudio había logrado dar con antiguos testimonios que hablaban de ellos. La mayoría tenían más de quinientos años. En algún punto de la historia el tema cayo en el más absoluto silencio y olvido. De ese entonces hacia acá, nada. Pero no me iba a dar por vencido. Por las mañanas me la pasaba frente a la ventana del comedor común, sentado, trazando líneas en mapas, tomando notas, consultando libros. A veces lamentaba la quema de aquella noche, la cual me obligaba a rehacer muchos datos que de otro modo ya tendría, entonces me daba cuenta que sin esa destrucción no hubiera dado el gran paso. Pero algo me faltaba, había un enigma que no podía resolver. Tras aquel gran avance, todo se había estancado nuevamente.

La luz volvió a asomar unas tardes atrás. Se me acerco un hombre diciendo tener una pista de la respuesta que andaba buscando. Lo mire incrédulo, desconfiado. Yo no había hablado con ninguno de mis compañeros respecto a mis asuntos. Le dije que no andaba buscando nada, que siga su camino.

-Las líneas- me respondió -también las veo-.

 Se ubico a mi lado y me contó que desde el día de mi llegada se dio cuenta que compartíamos un secreto, que notó cómo dirigía y sostenía mi mirada sobre esas líneas (sobre todo cuando estaba sentado frente a la ventana) y que mi forma de moverme y ubicarme en el espacio seguían un diagrama invisible que él si podía ver.

–Como los gatos, cuando parecen mirar atentamente a la nada o caminar a través de una línea imaginaria- trato de explicarme lo que no hacia falta. Tras una pausa sumergido en la ventana continuo: –Los dos estamos acá por lo mismo: podes ver lo que sea, pensar lo que sea, pero jamás tenés que hacerlo público o dejar que modifique tu comportamiento, porque ahí pasas a ser un problema, una carga, un pequeño virus que se le mete al sistema. ¿Me entendés?-. Claro que entendía lo que decía.

–Y al virus hay que ponerlo en cuarentena, aislarlo, aniquilarlo si hace falta. Todo en nombre de la seguridad y el orden pero no de la sociedad, sino del propio sistema que se ve cuestionado-.

Yo lo miraba, sin decir nada. No me importaba todo eso, quería el dato.

Calló por un rato y miro hacia la ventana. Hice lo mismo. Tenía la seguridad de que ambos estábamos con la vista fija en esa línea principal que atravesaba el parque en dirección a la ciudad, más brillante que el resto, e incluso parecía ser algo más gruesa. Después de un rato me volví a mirarlo. Tenía la vista perdida, como el gato del que había hablado. Me di vuelta y mire el salón. Todo normal, cada cual estaba en sus actividades, en su propio universo tan real (tan reales) como el de la líneas. Estando acá lo comprendí. Lo volví a mirar.

-¿Sabes dónde hay un cruce?- le dije sin mediar palabra. Con la vista aun en la ventana se limito a sonreír.
–Tengo pistas. Mi última información me llevaba a un lugar no muy lejos de acá- me respondió.
-¿Dónde?- fue todo lo que alcance a decir sin poder disimular mi ansiedad.
–Dentro de dos noches- me dijo –nos encontramos en la sala común a medianoche-.


Asentí. Primero había que escapar.  

domingo, 5 de junio de 2016

Finísimo hilo de plata (Parte I)

Lo descubrí unas noches atrás ni bien ingrese a mi habitación. Estaba ahí, cruzando el techo. Aun esta. Abundan los incrédulos en este mundo racionalista, pero no me importa. Sé lo que vi y veo. Tantos años devanándome la cabeza. Estaba seguro que no me equivocaba. Hace años que comencé a ser motivo de risas y a ser tratado de loco. Así y todo, con todo esto no busco aportar a mi defensa en un conflicto que jamás inicie ni me intereso. Pero las cosas son así, las intenciones e inquietudes de uno son lo de menos cuando estas no encajan en el espacio tiempo adecuado. La historia abunda en ejemplos. Hace un tiempo me entere de cierto grupito que comenzó a plantear por lo bajo, en cada rincón del barrio, que debería estar encerrado en un neuropsiquiátrico -por el cuidado de nuestros hijos, que andan escuchando y repitiendo esas ideas extrañas- dicen preocupados. Es que a la mayoría le irrita todo lo que se mueva un milímetro por fuera de lo establecido, por el estrecho y frágil camino de los márgenes. Incomoda, asusta, merece el encierro para proteger a la pulcra sociedad especialista en esconder su hipocresía bajo la alfombra.

Pero no es esto de lo que les quería hablar. Como les decía, fue una noche ni bien ingrese a mi habitación. Claro que estaba solo, ¿Cuándo me vieron con alguien? Me llamo la atención un finísimo hilo de plata que cruzaba el techo de lado a lado. Finísimo hilo de plata… no era un hilo, y mucho menos de plata, pero es en lo único que pienso una y otra vez cuando busco el modo de describirlo. Lo paradójico (o no tanto) es que esta aparición (porque si nos ponemos estrictos no fue un descubrimiento, esto se apareció ante mí porque así lo quiso. Es cierto que lo busque durante larguísimos años, pero sin éxito) se dé exactamente un mes después de mi completo abandono de la búsqueda. Y cuando digo completo me refiero a eso, no exagero. Tome todas mi notas, investigaciones, apuntes, archivos de audio y video, fotografías… absolutamente todo, lo apile en el centro del jardín, espere a que anocheciera, lo bañe en querosén y arroje un fósforo. Me senté a un lado y espere. Como segundo a segundo las llamas iban consumiéndolo todo. Años deshechos en cuestión de minutos. El espectáculo fue hermoso. Se consumía una gran parte de mi vida y lo disfrutaba, ladrillos que se volvían polvo, polvo que se desvanecía en el aire. A medida que el fuego avanzaba el humo se volvía seguro destino de todos esos años. No me pesó ni me costó. Tenía la sensación de que ese final siempre lo supe, que simplemente lo tenía que aceptar. Y en esa aceptación me encontraba.

Mi gran incendio dio tema para hablar en el barrio durante unas semanas. “A ver si ahora se tranquiliza un poco”, “quizá ahora lleve una vida normal”, y cosas por el estilo se repetían viejos y padres en el almacén, en las esquinas, en la entrada de la escuela. Por supuesto que yo lo sabía, incluso lo escuchaba ya que no se esmeraban en ocultar su desacuerdo con mi vida. Pero esta vez fue distinto. Trate por una vez de hacerles caso, oír sus suplicas, de zambullirme en ese juego estúpido que tanto les gusta. Me busque un trabajo que ocupara mi cabeza (cuando digo trabajo me refiero a un “trabajo normal”), por las tardes veía películas, empecé a hacer deporte.

Algunos vecinos comenzaron a saludarme, me iban aceptando al ver que de a poco compartía sus mismos esquemas, me amaestraba, ya no incomodaba. Otros, reticentes a cambios repentinos, me miraban con más recelo que antes, como si todo fuese un engaño perpetrado por mí con algún maquiavélico designio. Y extrañamente algo así fue lo que término ocurriendo, pero sin que yo me hubiera propuesto nada.

jueves, 31 de marzo de 2016

Calchaqui

Caminaba por un campo nocturno que resplandecía en plata. Tierra, rocas, churquis y cactus. Dos canes me acompañaban y guiaban mi andar bajo la luna. Antes de descender del último cerrito pude ver a lo lejos, por la ventana, como se extinguía la vela que había dejado encendida en la cocina. –Completa oscuridad cuando vuelva- pensé sin mayores sobresaltos. A medida que me adentraba en la quebrada la soledad se tornaba eco entre espinas. Las luces del pueblo y de la carretera quedaron atrás, ocultas tras los cerros. Uno de los perros, el mayor y que nunca tuvo nombre, corría unos cincuenta metros por delante. Llegado un punto se detenía y miraba hacia atrás esperando a que lo siguiera. Beba, así se llamaba la juguetona cachorrita, se distanciaba menos, prefería mantenerse entre medio de ambos yendo y viniendo. Un fuego discreto me había acompañado hasta hace unos minutos en un promontorio que domina toda la visión sobre La Banda. ¿Quién más se habrá parado sobre esa misma colina observando el valle? La Beba movía la cola y daba saltos a mi alrededor entusiasmada no sé de qué, de la sola presencia de una persona que le regala unas caricias tal vez.

El simple caminar por la arenisca se tornaba ensordecedor entre tanto silencio. Pienso en el andar de los felinos. Sigilo. Pienso en la luz de la luna llena que delata mi presencia. ¿A quién? Puedo ver, y puedo ser visto. Me camuflo detrás del churqui más alto que encuentro procurando quedar oculto por su sombra lunar. La Beba ya no está, tampoco alcanzo a ver a quien me había llevado hasta ahí. -¿En qué momento se habrán ido?- hace tan solo un instante la cachorra estaba a mi lado moviendo su cola. Silbo una, dos veces. Nada. La tercera vez el silbido apenas se anima a asomarse, imperceptible. -No importa- me digo. Pero el miedo se va apoderando del valle como la niebla que baja de los cerros. Dejo de silbar. Asumo que ambos canes siguieron su camino sin esperarme. ¿O acaso me llevaron hasta ese punto deliberadamente? La idea me estremece, tanto como la posibilidad de que alguien me vea, me oiga, me descubra agazapado tras el churqui. -Aquí cerca está la ruta- trato de tranquilizarme –y más haya está el pueblo- continuo, buscando inútilmente racionalizar los sentimientos y los hechos. -¿Y si vuelvo sobre mis pasos y sobre el promontorio no veo más que kilómetros y kilómetros de valle? ¿Si no se asoma por ningún lado el mas mínimo rastro de luz eléctrica delatando presencias?- preguntas van tomando por asalto mis pensamientos. Pero no logro reconocerlas como mías… como si viniesen de otra parte, de otro. -¿Qué hago pensando todo esto?-  me digo y tiemblo junto con el churqui que me cobija ante una brisa que nos visitó.

Nubes comienzan su tránsito por delante de la luna. El valle va tornándose levemente tenue, las sombras se desdibujan de a poco pero sin llegar a perder su forma como un mar que avanza pausado pero persistente sobre ellas. Lunar, gélido, sepulcral, espectral. Cierro los ojos. Me estremezco. Entre los parpados y el churqui logro ver, de a poco, un bloque que se alza vertical, imponente, ante mí. Luego otro, y otra más allá asomándose por detrás de aquel cerro. Pienso en la Beba. El valle va mutando su fisonomía. La luz plateada deja paso a un resplandor amarillento que emerge en puntitos prolijamente alineados en líneas horizontales y verticales sobre las masas erguidas. Algunos de ellos parpadean. Bajo mis pies una capa gris y dura reemplazó a la arenisca. Intento abrirme paso entre el churqui para presenciar mejor la escena, pero apenas empujo una rama se quiebra en mis manos. La dejo caer, ceca, silenciosa, al piso. Dos luces, blancas, paralelas, alcanzo a verlas perfectamente en el hueco dejado por la rama. Vienen de frente, acercándose y agrandándose cada vez más y más. De pronto me percato de que el churqui entero ya no está. El único testigo de lo que fue es la rama que yace a mis pies. No hay nada entre mí y las luces. El cielo se cubrió, negro, sin luna pero también sin estrellas. La luz cada vez más cerca. Gigantescos bloques rectangulares siguen apareciendo por todas partes. La luz encima. Quiero correr. Ya llega. Pero no puedo. Directo hacia mí. Tiemblo. Cierro los ojos con fuerza esperando el impacto.


Una cosa viscosa y áspera siento sobre mis manos. Abro los ojos. Me encuentro agazapado sobre la arenisca bajo el churqui protegiéndome de la delación lunar. Beba a mi lado lame mi mano derecha. El valle recuperó su forma. Luego lame mi frente. Noto que la tenía empapada. No hay bloques, no hay luces extrañas. Hay una rama ceca del churqui caída a mi lado. Me incorporo, parte de mi aun tiembla. Del otro lado, aquel que da la cara al astro nocturno, noto dos huellas paralelas, extrañas, que terminan exactamente frente a mi refugio. Escucho un ladrido. –Allá está el otro- me digo. Lo sigo. Beba a mi lado. Volvemos sobre nuestros pasos. Subimos el cerrito. Apenas quedan brazas del fuego que había encendido. Lo reanimo. Los dos canes se arriman y se acuestan. Me dispongo a hacer lo mismo. Un repentino cansancio se apodera de mi cuerpo. Apoyo mi cabeza contra una roca y cierro los ojos. La luna llena es lo último que veo. Ya no hay casa, no hay ruta, no hay pueblo.      

viernes, 11 de marzo de 2016

Círculos en el cielo

-No habrás vuelto a dibujar esos círculos raros en las nubes, ¿no?-exclama una madre a su pequeña hija en un tono que no podía disimular cierta preocupación.
-No mama, no los hiiiiiice- responde enfáticamente dando a entender que la advertencia había sido reiterada.
De a poco los coloridos círculos “raros” que conformaban su cielo se van borrando, desdibujando, para diluirse en el cieloazul-nubesblancas-solamarillo que dictan las normas. Sin saberlo, sin darnos cuenta, vamos quitando, una a una, las plumas que nos fueron dadas para volar, y acabamos conformándonos con caminar o incluso arrastrarnos. Es que el cielo no tiene círculos, el cielo es celeste o azul, punto.

Creímos que estos asuntos ya habían sido resueltos… Poems, everybody! The laddie reckons himself a poet! Pero no. Y como nosotros ya no tenemos esas plumas y olvidamos que sabíamos volar nos encargamos de que otros no vuelen.

domingo, 14 de febrero de 2016

Recuerdo

 Imágenes que emergen en los momentos menos esperados. ¿Por qué ahora? ¿Dónde habían estado almacenadas? Piedras en el fondo de un lago perdiendo su esencia para salir a flote una tarde de verano. Nuevo latir de corazón sediento. Y volver. Volver a ser lo que son. Piedras. El peso del recuerdo tatuado en una ruta, en una hoja en blanco paciente de años. Como esa piedra. Insisto. ¿Por qué ahora? Y otra piedra que florece concéntrica en el centro, otro instante, otra tarde, echando raíces de vientos.
 Flores, mar y tambores vuelven para sacudir la quietud del perezoso.

martes, 26 de enero de 2016

Todo verde, todo rio

Expedientes ingresados a última hora lo habían demorado en su oficina del segundo piso del viejo edificio ubicado en la calle Sáenz Peña, uno de los pocos entre tanto cemento moderno. Cansado tras una larga jornada firmaba hojas casi a ciegas confiando en las revisiones que ya había hecho uno de los socios del estudio.
A medida que cerraba su día laboral descendiendo las escaleras (siempre elegía las escaleras ya que le significaba la cuota de ejercicio diario que le había recomendado su médico) comenzaba a saborear el aire fresco que le traía el río todos los miércoles por la tarde, ritual de media semana que había comenzado hace ya casi un año atrás. Le había ido tomado el gusto convirtiéndose prácticamente en una necesidad, como el ejercicio recomendado por el médico.
De camino, paso por su departamento (de nuevo escaleras, esta vez un tercer piso), tomo los elementos ya preparados de antemano esa mañana, y continuo rumbo a su santuario. Bancos libres, atardecer, rio y algo de lectura en las puertas del delta.
Algunas familias, parejas y otros seres solitarios como él deambulaban esa tarde por la zona del colorido Puerto de Frutos que recién abría sus puertas al público al día siguiente. Cientos de locales cerrados y la tranquilidad en esos lugares que suelen estar abarrotados de gente le sumaban una cuota de encanto a sus tardes. La posibilidad de encontrar paz en el caos nadando contra la corriente. Una marea verde descendiendo por el río coronaba las dársenas teñidas de musgo.
Todo verde, todo río, todo descendiendo lentamente en esa tarde como las lagrimas de esa mujer caminando de frente que inútilmente trataba de disimular entre nerviosos dedos que no encontraban el ángulo adecuado. Su vestido veraniego estampado de marea se lucia aun más entre esas lágrimas ocultas y las dársenas de musgo. Pero ella no lo sabía.
Su mirada forzada contra las baldosas de la vereda no logro evitar ese instante de conexión furtiva entre dos seres anónimos. Tan furtiva como fugaz, como ese otro anónimo perdido que apenas se deja ver instantes atravesando el cielo, todo verde, todo río. Y ella supo que no lo había logrado, de lo que no estaba segura era de haberlo querido. Y en medio del encuentro dos jóvenes sentados en un banco del boulevard de la calle situada a la derecha notaron que algo extraño sucedió, que algo que se movía por fuera de la tranquilidad de la tarde de Puerto de Frutos cerrado se había hecho presente en ese instante. La vieron, ya de espaldas, continuar su camino; lo vieron, aún de frente, continuar el suyo y bajaron tímidamente sus miradas cuando se encontraron.
La rutina y tranquilidad de su santuario se vio alterada. Algo no encajaba. Caminaba y seguía pensando en el rostro de la chica llorando, en su inútil intento por ocultarlo, los jóvenes en la escena, y el rio, todo verde. Se dio vuelta en el momento en que ella también se volteaba. Pausa sin pausa, la quietud del movimiento que no avanza detenido en la alquimia del encuentro no esperado aunque deseado por ambas partes. Y la marea ahora dejaba ver su espalda expuesta con sus manos aun en guardia. Y esta vez fue él quien oculto su rostro sin necesidad de manos ni de lágrimas. Continuo unos pasos, tratando de comprender donde tal vez no había nada por comprender.

Una serie de locales con sus cortinas bajas se interpusieron entre ambos cuando él giro a la derecha. Pasado el tercer local se abría una nueva posibilidad de encuentro. Atravesando el espacio en una diagonal perfecta y sin obstáculos se entregaron al juego sin detener sus andares. Una nueva posibilidad de bifurcación que se abría, todo verde, todo río, en esa intercesión intangible. Un instante de río descendiendo con el sol, con las aves, con el vestido de marea, de escaleras de oficina y departamentos, de lagrimas que se alejan, la duda, la posibilidad, el santuario, el paso, el movimiento, y una esquina que acaba por ocultar aquel llanto que buscaba consuelo escabulléndose entre tímidas manos.

viernes, 22 de enero de 2016

Un escarabajo se inmolo contra mi hijo derecho. No estoy seguro de la esencia del nombrado bicho, pero si tengo certezas del dolor que siento en el ojo. Tampoco estoy seguro de la identidad de quien escribe esto. Ampliaremos.


martes, 12 de enero de 2016

Frente al rio

  Esos momentos en que uno se recluye frente al rio, en ese horario en que baja la calma al tiempo que suben los peces a saludar la tarde, a refrescarse con un poco de aire. Los colores cambian y se confunden entre cielo, árbol, agua y tierra. Mate y libro en mano, en esos momentos todo se ordena, todo se aclara, todo tiene sentido. Desde el mensaje que llega desde la otra punta del mundo hasta el poema de Almafuerte que al azar te toca, todo está alineando con ese instante, con esa pausa frente al devenir del rió. Te invade una paz de unidad, de sentirte parte del todo, de confianza en el fluir que sabes te lleva a buen puerto. Hay que lograr que esos momentos sean todos los días de tu vida.

Fragmento de “Sin tregua” de Almafuerte
X

Llenate de ambición, ten el empeño;
ten la más loca, la más alta mira;
no temas ser espíritu, ser sueño,
ser ilusión, ser ángel, ser mentira.
La verdad es un molde, es un diseño
que rellena mejor quien más delira...
¿que la ciencia es brutal y que no sueña?
¡eso lo afirma el asno que la enseña!

XI

Naciste en el peldaño de una escala,
no en el seno confuso de una nube;
con el cetro en las manos, o la pala
pero raudo y audaz como un querube;
si no son los peldaños es el ala
que te despierta y que te grita: ¡sube!...
¡sube sin timidez, no te abandones;
si te asusta volar, hay escalones!