La playa fuera de
temporada se llama Soledad y el viento helado es su mejor portavoz. Acobijado a
sus pies, el poste de una de las torres de guardavidas era el único refugio
para leer y cebarse unos mates. El intermitente sol de frente no abrigaba en
pleno junio como sí lo hacia la campera tipo militar que me cubría, aquella que
mi primo dejara abandonada en su placard tras su regreso de Salta a Buenos
Aires años atrás (paso que yo seguiría tiempo después).
El vértigo de la soledad
puede resultar insoportable para bichos de ciudad, pienso mientras veo a una
familia y amigos instalarse a escasos diez metros de distancia. Un incipiente gazebo
a estrenar y gritos de cuatro niños clavan bandera en la insuficiente
inmensidad de la costa. Extraña tendencia al aglomeramiento, a vivir la vida asomándonos
desde balcones y apretándonos en trenes vacíos. La búsqueda de un semejante completamente
ajeno para sentirme parte integrante del todo que nos rodea. Y el mar… el mar empecinado
en borrar toda huella llevando la escultura al liso casi perfecto de su piel.
¿Por qué tenía que ser acá?
¿Por qué hoy? Pero lo que comenzó siendo una molestia se fue convirtiendo poco
a poco en un show, una suerte de obra teatral montada para un único espectador.
Niños ajenos al frio y a las indicaciones de sus madres iniciaron sus curvas
carreras sin meta ni destino, padres que peleaban infantilmente por la instalación
del gazebo: -¿quién tiene las instrucciones?-, ¿vos no las trajiste?-, -Me las
habías pedido hace un rato cuando bajamos de la camioneta-, -Para mí hay que
tirar más de los parantes-. Los cuatro críos desviaron su carrera hacia el sector
más atrayente y atrapante para cualquier niño: la torre de guardavidas, es
decir, sobre mi cabeza. Yendo de un lado a otro, asomándose por la baranda,
tratando inútilmente de abrir la puerta, los padres comenzaron sus gritos
cruzados de que se bajaran de ahí y buscaran otro lugar para jugar.
Jacinto veni para acá. Fue
la llegada de ese nombre lo que comenzó a darle sentido a toda la escena que se
había desplegado: la presencia de la familia, su estúpida elección del lugar,
el corretear de los niños, el gazebo. Los caprichos del azar, las casualidades,
la indescifrable intersección de múltiples diagonales sobre el plano para
enfrentarnos a lo nuevo y desconocido. La puerta de la incertidumbre. Claro que
existe la posibilidad de que quien estaba de más en ese lugar era yo, no la
familia. La estúpida elección del lugar fue la mía, caído ahí para trastocar el
natural desarrollo de los hechos. Sé que les debe parecer un sinsentido.
Perfectamente podría haber continuado con mis asuntos restándole importancia y que
todo continúe su camino sin sobresaltos. Pero cuando a esa casualidad vino a
sumarse otra ni bien baje mi vista para retomar la lectura se encendieron las
alarmas. Esa conjunción me llamo inmediatamente la atención. Realmente no
quería quedarme ahí y escuchar un -¿Rosario trajiste el tejo?- por nada del mundo,
sabia como continuaba todo, sabía lo que venía después.
-Rosario-, le dije a mi
hermana mientras cocinábamos. Era mi compañera de equipo en ese fin de semana
familiar. Esa noche nos tocaba cocinar a nosotros para lograr los cinco puntos
correspondientes a la mejor comida nocturna. –Rioja-, me retruco ella. Mientras
picábamos verduras para nuestro menú y preparábamos un postre pasábamos el
tiempo con un juego muy simple: partíamos de una palabra, y con su última
silaba el otro debía devolver con otra para dar inicio a un ping pong de palabras
encadenadas por sus silabas. Perdía aquel que erraba en la separación de sus
partes o por no encontrar palabra para retrucar. –Jacinto-, continué yo. No se
porque pensé en Jacinto… no es un nombre que tenga muy presente ni mucho menos.
Jacinto… la última vez que oí ese nombre fue escuchando el tango Jacinto
Chiclana, fines del año pasado. Nunca conocí a un Jacinto. Pero a Rioja le
retruque con Jacinto mientras cortaba unos zucchinis en tiritas, no con Jazmín
o jacaranda o jarabe o jabalí o jabón. Jacinto. Desconozco porque mi hermana
opto por Rioja y no por Riobamba o rionegrino o rioplatense. Claro que no
pensaba en todo esto cuando me recosté sobre el poste en un lugar de la playa
que (ahora lo veo con claridad) había sido elegido para una familia que llegaría
minutos más tarde.
Tras el reclamo de los
padres a sus hijos para que bajaran de ahí y se fueran a jugar a otro lado
retome el libro que tenia entre mis manos en el cuento que me tocaba empezar. Bastaron tres párrafos de la primera página
para enterarme: Flora es riojana. Es una boludes, lo sé, por eso me sonreí y continué
restándole importancia. Pero en mi cabeza resonaban Rioja y Jacinto. No quiero
escuchar Rosario, pensaba mientras intentaba mantener mi atención en la lectura.
Tampoco me interesa leerla. Y Rioja se atreve a aparecer en la primera página
del siguiente cuento. No quiero escuchar Rosario, me seguía repitiendo para mis
adentros.
Cerré el libro. Mire al
grupo de gente que al menos había tenido la discreción de ubicar sus reposeras
un poco más allá del gazebo. Sé que estas ahí Rosario, pero no quiero. No es
por vos, no te lo tomes personal, es por lo que te sigue, lo que te antecede,
todo lo que carga tu presencia. …Rosario-Rioja-Jacinto-… Esas palabras… no puedo.
En un inocente juego habíamos abierto una puerta y nos asomamos a ella. Cuanto
fue lo que vimos y cuanto puedo seguir viendo es lo que me preocupa, me
atemoriza. Esa familia no se instalo ahí por decisión propia, como tampoco lo
hice yo. El libro que tengo en mis manos, escogido entre un montón un mes atrás
y comenzado hace unos días con las pausas exactas para que Rioja aparezca dos
veces en un lapso de media hora junto a Jacinto que corre alrededor mío en la
soledad de una playa a 300 km de casa en un feriado. Sepan disculparme, pero
eso dejo de ser casualidad hace rato Rosario. No, no me mires así. No te quiero
escuchar nombrar, Rosario, es peligroso no solo para mí, para todos.
Dándole la espalda al mar
comencé a alejarme de ese extraño punto de confluencias convencido de que así
las cortaría, escaparía a la caída de la siguiente ficha de ese domino que sin
saberlo venia armando hace rato. Alejarme de ahí, de la familia y no retomar el
libro hasta dentro de unos días, o nunca. Si, mejor así, no retomarlo nunca es
la mejor opción. …Rosario-Rioja-Jacinto… pensaba mientras sorteaba las huellas
de las camionetas que intentaba borrar el viento allí donde no llegaba el mar.
Termine de subir la
pequeña pendiente de arena que funciona a modo de frontera natural con la
playa. Gire apenas para darle una última mirada a la torre, al poste, al gazebo,
la familia. Lentamente fui bajando del otro lado en búsqueda del camino de
regreso a casa, procurando escabullirme silencioso entre las fichas sin
siquiera rosarlas para asomarme a la libertad del otro lado. Pude notar cómo la
temperatura se volvía de a poco más agradable a medida que el viento quedaba
arrinconado en el corredor de la playa. Ese pequeño cambio me tranquilizó, tal
vez todo había sido una exageración mía, habían sido casualidades y nada más que
eso, no había nada de qué preocuparse. A los pocos metros Jacinto ya era
pasado. Rioja estaba encerrado en un libro y todo el resto había quedado a mis
espaldas en la playa borrado por el mar. Lo único que seguía mi andar era el
viento que ahora escapaba a su corredor. Un viento que de a poco entendí no le
podría escapar, no había espalda para darle. Era él quien decidía las huellas
que se borraban. Y en el aturdimiento de su voz, entre sus últimos gritos
empecinados en borrar todo rastro se arrastraba un grito de arena, un nombre
que salió ferozmente a mi encuentro trayendo consigo aquella bestia que me
espera y nos espera agazapada tras matorrales en nuestros apacibles regresos a
la comodidad del hogar.
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