El Saxo tres
puertas azul oscuro de la marca francesa dejaba un surco en la película de agua
que se empecinaba en cubrir la avenida. El limpiaparabrisas enfurecido se
sacaba de encima el agua que chorreaba del cielo y del techo sobre el vidrio
del conductor mientras que desde abajo otros torrentes desafiaban la gravedad y
las estocadas de su obstinado adversario. Adentro todo era calma. El otro saxo,
el que sonaba por los parlantes del auto, era especial para esa noche lluviosa
de regreso a casa. Poco transito y el crepitar de las gotas sobre el techo.
Estiró su mano derecha y tomo el encendedor que acababa de dar su señal con un
disimulado salto. Se encendió un cigarrillo y bajo la ventanilla, lo justo y
necesario como para negociar la salida del humo y sentir apenas el ingreso de
gotas arrastrando aire.
El cansancio
del día desvaneciéndose en la lluvia, en cada bocanada que encuentran sus
labios. Las manos que buscarían la calidez de su espalda bajo el sweater
blanco, bajo la camisa que llevaba esa mañana cuando la beso al salir. La punta
de sus dedos subiendo suavemente a través del sendero indicado hasta llegar a la
encrucijada que sería resuelta en un sutil chasquido y salir, ya sin
obstáculos, al encuentro de su piel morena.
Treinta
segundos indican los números rojos del semáforo. Veinte segundos. El saxo
detenido en la esquina, los dedos golpeteando el volante desabrochan el corpiño
y sus labios descienden por el cuello al ritmo de otro pitada. Diez segundos que
pesan horas en la tranquilidad de esa noche lluviosa. El saxo comienza un
lentísimo andar, inconsciente apuro en esa calma; sus manos buscan un cierre
que los de ella ya encontraron en la oscuridad de su habitación.
Seis segundos.
Un hombre vestido de negro agazapado contra la pared del hall de ingreso a un
banco, en la misma esquina de la que caen a cuenta gotas los números rojos que
pronto serán verdes en un fugaz amarillo de dos cuerpos que se desnudan y
fluyen con la lluvia.
Las anteojeras
de la noche y la ferocidad del limpiaparabrisas que confunden un simple
paraguas tomado entre dos manos apuntando hacia abajo. El susto que presiona el
acelerador antes de entender la confusión. El saxo que penetra en la avenida
con los primeros gemidos de su mujer buscando su oído. Dos cuerpos confusos en
la oscuridad perdiéndose en el aire, en el agua, para encontrarse en la ceguera
del tacto. La mano que tantea el tablero para bajar el volumen y tomar un
respiro tras el absurdo desconcierto y un semáforo que recién se atreve a su
amarillo ante un público indignado que ya abandono sus ubicaciones. La mano que
encuentra la piel erizada de sus pechos en la profundidad del océano y comienza
a tejer su fina geografía.
El
desconcierto que no deja un instante de concertar sus hilos en esa esquina a
pesar de los susurros de la habitación. El cruce perfecto, calibrado, esperado
pacientemente como quien responde a un plan divino que se impone, de un perro
indiferente a la lluvia y a la noche y al tiempo y al tránsito en una infantil búsqueda
de la nada. El limpiaparabrisas que no detiene su sincronizado andar de
anteojeras, la tensión del día que emerge proyectándose en un instante en el
pedal central y un volantazo. Sus manos sosteniendo firmemente el volante, sus
dedos hundiéndose en el cuerpo de su mujer en un gesto final antes de lanzarse
al vacío. La camioneta blanca de frente que alcanza a frenar con su propio
volantazo. El asfalto mojado ahoga el chirrido de los neumáticos como queriendo
evitar interrumpir el concierto de gotas. Un hombre con un paraguas que alcanza
a ver todo desde una esquina parapetado en el hall de un banco. El cálido saxo que apaga a su vez el grito de la mujer que apareció fugazmente descendiendo
de su vehículo tras un nuevo paso del limpiaparabrisas para desaparecer un
instante después.
Un saxo que se
apaga, dos manos de otoño que se desprenden de ese cuerpo de mujer para yacer paralelas
e inertes en el eterno invierno que se avecina. Una contracción suspendida en
el aire, en un tiempo ahora vacío en el que ya no tienen sentido los números rojos,
ni los verdes, ni los amarillos. Tiempo que se desvanece en una mirada perdida
en un espejo, que en un último gesto intenta inútilmente volver a esa habitación
que creía lo único real hasta ese instante en que fue arrebatada. Un vacío que será
llenado por otro mucho más profundo cuando llegue ese llamado.
Que buena trama. El escenario y cada espectador simulan aparecer en el instante previo a las palabras.
ResponderEliminarCada letra va llenando el espacio suficiente para embarcar al deseo innecesario del despojo de la noche atravesado por la osuridad, cuerpos, almas y lluvia.
El vacio me inquieta, pero no paraliza.
El vacio me inquieta, pero no paraliza... moviliza.
EliminarAndante allegretto frenatti por instantis en semaforos insesantis di sensazziones universalismentis individualis. Te amo mati por discurrirte el mundo en palabras de tal belleza!! Gracias por tanto!!
ResponderEliminarAgus querido!! Gracias amigo por esas bellas palabras!
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