domingo, 24 de julio de 2016

Ajedrez

Decidieron encontrarse en la plaza, en aquella mesita redonda con un tablero de ajedrez grabado al centro que tantas veces habían usado y compartido. Siempre que podían elegían esa mesita y no otra, a pesar de que hubiese otros tableros repartidos por el parque. Aquella tenia la particularidad de ubicar a ambos de modo tal que tenían a su costado (uno a la izquierda y el otro a su derecha) los juegos de los niños. Pasamanos, subibajas, hamacas y calesitas, todo en movimiento, eran motivo de distracción mutua, a veces en medio de la partida pero generalmente ya finalizada cuando arrancaba la ronda de mates. Llegar a la plaza y que la mesa este ocupada significaba un problema: uno de los dos tendría los juegos a su espalda y el otro de frente. En términos de distracción podría llegar a significar una ventaja en el desarrollo del juego. -¿Qué fue lo que moviste?- era la pregunta que solía irritar en esos casos.

A Laura le gustaban las piezas blancas. Juan optaba por las negras. Jamás intercambiaron los colores, quedo definido de ese modo desde aquella heroica partida ganada por Juan en el momento exacto en que comenzaban a caer las primeras gotas de una lluvia que había amenazado toda la jornada. Pero esa tarde se trataría de otra partida, serian otras las piezas invisibles que se moverían presagiando un último juego sin colores en otra tarde cargada de gris.

Juan llego unos minutos antes de lo hablado y noto a lo lejos que Laura ya estaba allí. La expresión distante de su cara a medida que se acercaba y la ausencia de los mates esperando a sus pies le hicieron saber a Juan que sería una partida muy dura. El frío beso que al fin lo recibió y unas manos que no quisieron salir de los bolsillos de su campera fueron para él una implacable movida de jaque mate que sabia no podría contrarrestar. Toda la estrategia que venía pensando se derrumbo en un suspiro, frágil castillo de arena que quería permanecer erguido ante el avance de la marea.

Comenzó moviendo blancas y no por una cuestión de reglamento. Una avanzada de peones, cruces de alfil en diagonal, caballos que se multiplicaban saltando por el tablero y torres llevándose todo por delante lo dejaron prontamente indefenso. Los turnos de las negras eran fugaces, apenas un intento de replica desorientada, de peones moviéndose al paso que de uno en uno iban siendo dejados a un costado. Ya había comprendido el mensaje, lo inútil de esa tarde, no tenía ganas de atacar con la tangente de sus alfiles antes los giros que preparaba Laura, no esta vez. No utilizaría su enroque ni se parapetaría en sus altas torres desde donde podía repasar lo acontecido en los últimos meses. Pocos niños jugueteando esta tarde, pensó. Tal vez el frio que comenzaba a asomar, tal vez la posibilidad de tormenta, tal vez. Los caballos estaban inmóviles en sus establos observando tristemente como caía su débil línea de avanzada. No había movida ni jugada posible que evitara ese día la derrota. Pero también notó que Laura hacia todo lo posible por estirar, por prolongar la agonía del mate al desprotegido rey llevando innecesariamente la partida a esa instancia en que la corona junto a algunos otros rezagados, más por casualidad que por astucia, huían y daban vueltas por el tablero.

Y así se prolongaba en el tiempo un final anunciado desde el comienzo. Es que el mate al rey tampoco le significaba el triunfo a Laura en esta extraña partida. (Un niño llorando, una madre que acude en su auxilio logran distraerlos momentáneamente para volver a encontrarse frente a un tablero de ajedrez vacío en una mesa vacía.) Ya no mas piezas, ya no mas movimientos. ¿Tablas? Imposible, Juan lo sabía muy bien aunque eso aparentara. Miro al rey, estiro su mano derecha y en lugar de iniciar una nueva huida lo dejo caer sobre el tablero, un golpe seco para quedar mirando un cielo nublado con fondo de cuadros blancos y negros. A escasos centímetros la confundida mirada de una reina blanca ante lo que acababa de suceder. El resto de las piezas parecían igualmente desorientadas, como si no quisiesen el triunfo que acababan de obtener, no era eso lo que buscaban, menos aún de ese modo.


Tras una nueva pausa, Juan comenzó a tomar lentamente sus piezas esparcidas por la plaza: un pelotazo inesperado en la mesita contigua a la calesita y las piezas volando por los aires, un peón que aun permanece perdido desde aquel día, interminables mates en interminables tardes, una torta exquisita compartida en un cumpleaños. Miró a la Laura a los ojos y se marchó sin palabras, tan solo con un gesto de incomprendida despedida. Dio media vuelta y emprendió su caminata por el sendero que llevaba a los juegos de los niños que ya no estaban. Laura se quedó sentada, con el sabor del triunfo más amargo que había experimentado. Frente a ella una mesa redonda por primera vez realmente vacía, un tablero de ajedrez grabado en su centro, una reina blanca inmóvil y un rey yaciendo a sus pies sobre un fondo de cuadros negros y blancos con su mirada perdida en el cielo nublado de la tarde. Una primera gota desprendida lentamente dio contra el tablero. Por suerte la partida ya había terminado.

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