martes, 14 de junio de 2016

Finísimo hilo de plata (Parte II)

Finísimo hilo de plata… ocupan mis pensamientos día y noche. No solo mis pensamientos, porque desde aquel día los visualizo todo el tiempo, por todas partes. Mi primera reacción fue la de pensar en una indiscreta araña que se le había ocurrido diseñar su universo en el centro de mi habitación. A tal punto había eliminado el tema que finalmente lo tenía frente a mí y no lo reconocía. Coloque una silla debajo, estire mi mano y me dispuse a eliminar esa línea basal de su arquitectura. Mi sorpresa fue mayúscula. El dedo atravesaba la línea (o lo que yo creía tela hasta ese momento) y esta se mantenía firme, inmutable en su lugar. Estaba clarísimo que no era una tela, finísimo hilo de plata. Ante el extraño suceso repetí la acción con ambas manos, con el brazo, una carpeta, libros. Nada. Firme, estática, mantenía su sagrada posición. Baje de la silla, la deje en su lugar, y me dispuse a dormir con una tranquilidad que no dejaba de causarme cierta sorpresa. Me dormí mirando ese finísimo hilo de plata brillar sobre mi cabeza. En sueños la fogata, el jardín, y yo consumiéndome por el fuego en un rincón.

Por la mañana ya no era uno sino dos. Lo curioso del asunto es que cuando salí de mi habitación y me dirigí hacia el baño note que los hilos lo atravesaban todo, es decir, continuaban del otro lado de la pared y se extendían indefinidamente por el espacio. Esto último lo supe cuando me asome por la ventana. Al exterior vi cientos de ellos cruzando toda la ciudad en distintas direcciones pero jamás tocándose uno con otro. Comprendo la reacción que puedan tener ustedes que siempre me consideraron un loco, pero lo que estaba ocurriendo me resultaba tranquilizadoramente familiar y normal. Nada de sobresalto, de ansiedad, de emoción, sino todo lo contrario. Finalmente me encontraba frente a lo que había buscado toda mi vida. Siempre supe que estaba ahí, en nuestras narices, pero no sabía cómo develarla. Aunque aún no comprenda porque, tras largos años la clave fue abandonar la búsqueda. Finísimos hilos de plata tejiendo nuestra realidad en un gigantesco tapiz. De pronto todo alineado, todo ordenado, todo con sentido.

Ese día no me presente al trabajo. En poco tiempo recobre mi mala fama en el barrio. No me importaba. Retome mis estudios, mis notas, mis diagramas, mis cálculos. Veía esas líneas por todas partes, pero jamás se cruzaban. Algunas transitaban el mismo camino dejando metros entre sí, otras viajaban juntas a tan solo centímetros. Mi habitación era cruzada por catorce de ellas en diversas direcciones.

Siguiendo mis investigaciones el paso siguiente era encontrar cruces, puntos donde una línea era atravesada por otra. En mis épocas de estudio había logrado dar con antiguos testimonios que hablaban de ellos. La mayoría tenían más de quinientos años. En algún punto de la historia el tema cayo en el más absoluto silencio y olvido. De ese entonces hacia acá, nada. Pero no me iba a dar por vencido. Por las mañanas me la pasaba frente a la ventana del comedor común, sentado, trazando líneas en mapas, tomando notas, consultando libros. A veces lamentaba la quema de aquella noche, la cual me obligaba a rehacer muchos datos que de otro modo ya tendría, entonces me daba cuenta que sin esa destrucción no hubiera dado el gran paso. Pero algo me faltaba, había un enigma que no podía resolver. Tras aquel gran avance, todo se había estancado nuevamente.

La luz volvió a asomar unas tardes atrás. Se me acerco un hombre diciendo tener una pista de la respuesta que andaba buscando. Lo mire incrédulo, desconfiado. Yo no había hablado con ninguno de mis compañeros respecto a mis asuntos. Le dije que no andaba buscando nada, que siga su camino.

-Las líneas- me respondió -también las veo-.

 Se ubico a mi lado y me contó que desde el día de mi llegada se dio cuenta que compartíamos un secreto, que notó cómo dirigía y sostenía mi mirada sobre esas líneas (sobre todo cuando estaba sentado frente a la ventana) y que mi forma de moverme y ubicarme en el espacio seguían un diagrama invisible que él si podía ver.

–Como los gatos, cuando parecen mirar atentamente a la nada o caminar a través de una línea imaginaria- trato de explicarme lo que no hacia falta. Tras una pausa sumergido en la ventana continuo: –Los dos estamos acá por lo mismo: podes ver lo que sea, pensar lo que sea, pero jamás tenés que hacerlo público o dejar que modifique tu comportamiento, porque ahí pasas a ser un problema, una carga, un pequeño virus que se le mete al sistema. ¿Me entendés?-. Claro que entendía lo que decía.

–Y al virus hay que ponerlo en cuarentena, aislarlo, aniquilarlo si hace falta. Todo en nombre de la seguridad y el orden pero no de la sociedad, sino del propio sistema que se ve cuestionado-.

Yo lo miraba, sin decir nada. No me importaba todo eso, quería el dato.

Calló por un rato y miro hacia la ventana. Hice lo mismo. Tenía la seguridad de que ambos estábamos con la vista fija en esa línea principal que atravesaba el parque en dirección a la ciudad, más brillante que el resto, e incluso parecía ser algo más gruesa. Después de un rato me volví a mirarlo. Tenía la vista perdida, como el gato del que había hablado. Me di vuelta y mire el salón. Todo normal, cada cual estaba en sus actividades, en su propio universo tan real (tan reales) como el de la líneas. Estando acá lo comprendí. Lo volví a mirar.

-¿Sabes dónde hay un cruce?- le dije sin mediar palabra. Con la vista aun en la ventana se limito a sonreír.
–Tengo pistas. Mi última información me llevaba a un lugar no muy lejos de acá- me respondió.
-¿Dónde?- fue todo lo que alcance a decir sin poder disimular mi ansiedad.
–Dentro de dos noches- me dijo –nos encontramos en la sala común a medianoche-.


Asentí. Primero había que escapar.  

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