martes, 26 de enero de 2016

Todo verde, todo rio

Expedientes ingresados a última hora lo habían demorado en su oficina del segundo piso del viejo edificio ubicado en la calle Sáenz Peña, uno de los pocos entre tanto cemento moderno. Cansado tras una larga jornada firmaba hojas casi a ciegas confiando en las revisiones que ya había hecho uno de los socios del estudio.
A medida que cerraba su día laboral descendiendo las escaleras (siempre elegía las escaleras ya que le significaba la cuota de ejercicio diario que le había recomendado su médico) comenzaba a saborear el aire fresco que le traía el río todos los miércoles por la tarde, ritual de media semana que había comenzado hace ya casi un año atrás. Le había ido tomado el gusto convirtiéndose prácticamente en una necesidad, como el ejercicio recomendado por el médico.
De camino, paso por su departamento (de nuevo escaleras, esta vez un tercer piso), tomo los elementos ya preparados de antemano esa mañana, y continuo rumbo a su santuario. Bancos libres, atardecer, rio y algo de lectura en las puertas del delta.
Algunas familias, parejas y otros seres solitarios como él deambulaban esa tarde por la zona del colorido Puerto de Frutos que recién abría sus puertas al público al día siguiente. Cientos de locales cerrados y la tranquilidad en esos lugares que suelen estar abarrotados de gente le sumaban una cuota de encanto a sus tardes. La posibilidad de encontrar paz en el caos nadando contra la corriente. Una marea verde descendiendo por el río coronaba las dársenas teñidas de musgo.
Todo verde, todo río, todo descendiendo lentamente en esa tarde como las lagrimas de esa mujer caminando de frente que inútilmente trataba de disimular entre nerviosos dedos que no encontraban el ángulo adecuado. Su vestido veraniego estampado de marea se lucia aun más entre esas lágrimas ocultas y las dársenas de musgo. Pero ella no lo sabía.
Su mirada forzada contra las baldosas de la vereda no logro evitar ese instante de conexión furtiva entre dos seres anónimos. Tan furtiva como fugaz, como ese otro anónimo perdido que apenas se deja ver instantes atravesando el cielo, todo verde, todo río. Y ella supo que no lo había logrado, de lo que no estaba segura era de haberlo querido. Y en medio del encuentro dos jóvenes sentados en un banco del boulevard de la calle situada a la derecha notaron que algo extraño sucedió, que algo que se movía por fuera de la tranquilidad de la tarde de Puerto de Frutos cerrado se había hecho presente en ese instante. La vieron, ya de espaldas, continuar su camino; lo vieron, aún de frente, continuar el suyo y bajaron tímidamente sus miradas cuando se encontraron.
La rutina y tranquilidad de su santuario se vio alterada. Algo no encajaba. Caminaba y seguía pensando en el rostro de la chica llorando, en su inútil intento por ocultarlo, los jóvenes en la escena, y el rio, todo verde. Se dio vuelta en el momento en que ella también se volteaba. Pausa sin pausa, la quietud del movimiento que no avanza detenido en la alquimia del encuentro no esperado aunque deseado por ambas partes. Y la marea ahora dejaba ver su espalda expuesta con sus manos aun en guardia. Y esta vez fue él quien oculto su rostro sin necesidad de manos ni de lágrimas. Continuo unos pasos, tratando de comprender donde tal vez no había nada por comprender.

Una serie de locales con sus cortinas bajas se interpusieron entre ambos cuando él giro a la derecha. Pasado el tercer local se abría una nueva posibilidad de encuentro. Atravesando el espacio en una diagonal perfecta y sin obstáculos se entregaron al juego sin detener sus andares. Una nueva posibilidad de bifurcación que se abría, todo verde, todo río, en esa intercesión intangible. Un instante de río descendiendo con el sol, con las aves, con el vestido de marea, de escaleras de oficina y departamentos, de lagrimas que se alejan, la duda, la posibilidad, el santuario, el paso, el movimiento, y una esquina que acaba por ocultar aquel llanto que buscaba consuelo escabulléndose entre tímidas manos.

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