martes, 29 de enero de 2013

Cuatro de Corazones


  Hará poco más tres años y medio que la carta está pegada en el techo del living. Cuatro de corazones, con una firma en el centro. Pocos son los que se percatan de su presencia. La firma pertenece a mi abuela, fallecida hace unos dos años. Hay demasiada carga en ese living como para que una carta llame la atención. Ésta es desviada hacia los innumerables cuadros (collage, acuarelas, maderas) que empapelan las paredes. Apenas el espacio entre cuadro y cuadro nos deja descifrar el empapelado. Más podría asemejar a una galería de arte que a un living domestico.
  Y ahí, sola en el techo, sin nada más que la acompañe, una carta. Cuatro corazones ligados mediante una firma que desde hace más de tres años custodian todo lo que ocurre. Muchos visitantes, después de innumerables veces de haber pasado por ese living, levantan la vista al techo en medio de unos segundos de distracción que le brindan los cuadros (ya se acostumbraron a ellos) y se topan con esa extraña presencia. - ¿Qué hace una carta pegada en el te-cho? -. Preguntan entre risas, sorpresa e intriga. Y ahí arranca la historia de la carta.
  Esa noche veníamos de una larga sobre mesa. La charla arranco en torno a un debate sobre anarquistas, comunistas, la moral, la revolución y cosas de esa índole que no vienen al caso. A medida que anochecía y la luna llena iba siendo cubierta por gruesas nubes, fue girando hacia el lado de lo sobrenatural: ovnis, espíritus, presencias, sueños, símbolos. A medida que la charla avanzaba la atmósfera de lo desconocido nos iba envolviendo.
  Pero todo esto fue interrumpido a eso de la una y media de la mañana por unos vecinos de fiesta con música a todo volumen, por lo que decidimos pasar al interior, al living.
  Cada uno busco su lugar, nos acomodamos, empezó a girar un mate y, al poco tiempo, escucho a mi prima: - ¿¡Qué hace una carta en el techo!? -. No era la primera vez que ella estaba en la casa, pero sí la primera vez que se percataba de esos cuatro corazones autografiados. Algunas risas, y el resto de los invitados que comenzaron a preguntarse lo mismo, mientras me miraban esperando algún tipo de respuesta.
  Mi hermano, Pablo, saco su mazo de cartas del bolsillo interno del saco del traje. Le encantaba ponerse ese saco cada vez que iba a hacer magia, era su indumentaria oficial. Hace más de un año que venía haciendo un curso de magia y, la verdad, que hacia cosas que a uno lo deja-ban con la boca abierta. Después de hacer todo el preámbulo, que uno como mago está obli-gado a hacer, mezcló las cartas y se las extendió a mi abuela, no sin antes advertirle que ese truco no tenía nada que ver con todo el resto de los que había hecho esa tarde; éste era mu-cho más difícil, por lo cual las posibilidades de que haya algún error eran mayores. Mi abuela tomo una carta, procurando exageradamente apartarla de la vista del mago. Era su posibilidad para desbaratarle un truco, para que, esta vez, sea él el que quede mal parado. Yo me asomé un poco, de curioso, para ver la carta que le había tocado. Cuatro de corazones. El mago le alcanza un marcador negro y le pide que la firme. Mi abuela, desconfiadamente, firma la carta recién cuando el mago se voltea, no vaya a ser que aproveche y le espíe. Le devuelve el marcador y ubica la carta entre medio de todo el mazo, mezclándolo nuevamente antes de devolvérselo, ante la mirada de consternación del prestidigitador. Su cara ya no expresaba la confianza y seguridad de minutos antes.
  Era el momento propicio para contarles el porqué de una carta en el techo. Los ánimos y las sensibilidades venían siendo preparadas desde hace horas en la sobre mesa. Casi que la música fuerte que nos obligó a ingresar fue disparada en el momento exacto para caer a la historia de esa carta. Ante la pausa que di antes de comenzar el relato, algunos se alarmaron y advirtieron que, si la historia tenía que ver con espíritus o algo del estilo (que era lo que se venía hablando), la evite. No creían en esas cosas, pero esa noche dormían en casa, así que preferían ni estar enterados de algo así. En las brujas no creo, pero que las hay, las hay. Los tranquilice. - Nada que ver, la cuestión viene por otro lado -, les digo.
  El mago tomo el mazo. Lo miro unos segundos… Nosotros los mirábamos atentamente a ambos. El tiempo parecía haber bajado su ritmo. No volaba una mosca. Estábamos todos expectantes a la resolución. Mi abuela ya se relamía ante el insipiente fracaso del truco. El mago, redoblando la apuesta, mezcló de nuevo. Y ante la mirada atónita de todos, arrojo con fuerza el mazo contra el techo. Eso sí que nadie se lo esperaba. Una lluvia de naipes iba descendiendo poco a poco. Desparramadas por el living, unas caían mas acá y otras mas allá. 
  Pero una de ellas no cayo nunca. Un cuatro de corazones, con la firma de mi abuela al centro, nos mira desde el techo desde entonces. Mi abuela fue la primera en quedar completamente sorprendida ante el truco. El resto soltábamos risas de asombro y aprobación. Algunos de los presentes aplaudieron. El mago agradeció al público, se despidió y se sacó el traje. Pablo se quedo en el centro del living mirando, con asombro, la carta firmemente pegada.
  Nunca había sido mas centro de atención ese cuatro de corazones que en este momento. Los siete teníamos la mirada dirigida hacia él. Los cuadros que nos rodeaban ya habían pasado a un segundo plano. Y sé que todos mirábamos, por sobre todas las cosas, esa firma ausente en el centro de los cuatro corazones. Firma que ata un lazo al pasado y lo hace presente. Presente eterno de ese instante en que la carta quedo pegada al techo mientras otras 51 caían suavemente al piso ante la mirada atónita de mi abuela.
  La casa está en venta desde hace algunas semanas. No sabemos qué será de esa carta llegado el momento. Uno de los presentes desliza la idea de que sería lindo contarle la historia al futuro comprador y pedirle que no la saque, que la deje ahí, custodiando el living, hasta que decida su propio momento de caer.
  Quedan unos segundos de reflexión en el ambiente, con la mirada de todos aun dirigiéndose a la carta. Escucho el “clac” de la tapa del termo y mi prima me alcanza un mate. Me recuesto sobre el respaldo del sillón, doy el primer sorbo, vuelvo a mirar la carta. Y es entonces que, ante la estupefacción de todos los presentes, un cuatro de corazones firmado por mi abuela hace más de tres años y medio, comienza a descender flotando, girando suavemente, dibujando ese trayecto que quedó suspendido durante tanto tiempo, despertando del letargo para encontrarse en el suelo con 51 compañeras y una participante del publico que ya no están.
  A mil seiscientos kilómetros Pablo se despierta. Recuerda vagamente haber soñado con sus épocas de mago: gente que no acaba de reconocer, él vistiendo un saco de traje viejo, en sus manos un mazo de cartas de póker que se mueven hábilmente, y alguien entre el público que elije una carta…

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