-Estamos
cerrando pibe-dice un gordo de rulos en jeans muy sucios y desgastados al verme
revisando los horarios colgados en una pared, justo a la izquierda de las
ventanillas para venta de boletos y carga de tarjetas, ambas con el respectivo cartel
“cerrado” pintado sobre hojas de cuaderno con birome azul y recubierto con
cinta scotch asomándose por la abertura de las transacciones.
–Acaba de
pasar uno, ¿no?-pregunto para abrigar de certeza a mi mala suerte en esa noche
helada de domingo. Camino a la estación pude ver desde el semáforo de Virrey Vértiz
y Juramento la llegada y partida de una formación.
-Sí, ese era
el último- responde el gordo de rulos mientras hecha llave a la reja que permitía
el acceso al andén. 11:36, leo en la tabla de horarios correspondiente a sábados,
domingos y feriados. 11:38, leo en mi celular.
Sin dar lugar
a muchos lamentos pegue la vuelta y enfile por Juramento camino a Cabildo a esperar
el salvador 60. A esa hora de domingo no iba a tener mucho viaje, todo dependería
de cuanto tardara en pasar. Encuentro una parada en Juramento y Vuelta de
Obligado. Vacía. Mal indicio, pienso, debe haber pasado uno hace muy poco
tiempo. Me apoyo sobre el cartel sin cigarros, sin música, sin libro, sin nada
particular que hacer para matar el tiempo más que mirar a los transeúntes de
domingos por la noche. Al rato una chica se suma a la misma parada. Algunos
comensales en el Freddo de enfrente, gente que entra y sale de la pizzería que
esta unos metros más allá de la parada y el esqueleto de una feria que va
desapareciendo poco a poco.
Esperar el
colectivo no es lo mismo que esperar un tren. En alguna época pudo haber sido algo
similar, pero ya no. Con las aplicaciones uno puede planificar sus movimientos,
deserciones, alternativas, todo, sabiendo cuanto falta para la llegada de la
próxima formación y cuanto le queda hasta su destino. En el caso de los
colectivos esto es una verdadera lotería, sobre todo a esas horas de esos días.
Al desconocimiento absoluto del horario en que llega el próximo bondi se suma
el constante juego emocional de la aparición en la lejanía de las más diversas
líneas. Algunas son muy sencillas de identificar por sus llamativos colores
como el verde 15. Sin embargo, hay otras que hasta no tenerlas cerca uno no
sabe a qué línea corresponde. Y aun pudiendo ser la línea que uno espera puede
ocurrir que no sea el ramal correspondiente. Juegan con las esperanzas hasta
último momento. Todo genera una diferencia sustancial con la espera del tren.
Por esa única vía no puede venir otro que no sea el que uno espera. No
obstante, años atrás existía la posibilidad de que sea el tren de los
cartoneros que funcionaba pos 2001, años en que los horarios de los trenes
lejos estaban de cumplirse, y pocas cosas eran las que se cumplían y el mundo
parecía que iba a colapsar… bueno, como ahora, pero hoy al menos te cumplen los
horarios y uno ya se puede ir tranquilo a su casa. A ésta época de anarquías
temporales me refiero con que era bastante similar la espera de un medio o del
otro. La desazón de esos tiempos, la falta de esperanzas, la melancolía de una
juventud sin perspectivas de futuro se condensaban en esos minutos de espera…
tan larga espera que al final uno no sabía qué era lo que esperaba.
Pero ya no
ocurre. La formación que viene es la que uno aguarda e incluso puede verla moverse
en vivo y en directo a través de su respectiva aplicación. Hasta donde sé tal
cosa no existe aún para los colectivos. Y si existe no tiene difusión. Y si no
tiene difusión es porque no funciona. Y si no funciona es porque los colectivos
no pueden respetar un horario.
La línea 60
tiene diversos ramales (alrededor de 14 si no me equivoco). Esa noche debo
haber visto pasar la mitad de ellos hasta la llegada del indicado. Era un juego
con mis sentimientos, con mi paciencia de domingo por la noche hasta los últimos
metros, ya que podía identificar la línea por lo menos a una cuadra de
distancia gracias a su característico rojo de los carteles y los tonos beige de
sus colectivos, pero el cartel más pequeño correspondiente al ramal lo podía
leer recién en los últimos metros. Casi estuve por perderlo debido a este hecho
y alguna vez lo perdí.
-Mil pesos esa
campera de mierda- escucho a mis espaldas. Unos diez minutos antes una pareja
en moto había subido por una pequeña abertura que quedaba en el cordón unos
metros antes de donde yo me encontraba, entre un gran tacho para tirar cosas
plásticas y el poste de la parada. Tras alguna compra en la pizzería tal vez, o
quizá en el kiosco que está llegando a la esquina de Cabildo, ahora se
aprestaban a bajar a la calle por la misma abertura.
-Ta regulando
mal en primera- dice quien parece ser la novia del otro muchacho.
-¿Vos decís?
Yo la siento bien-responde-…encima no parece nada abrigada. Tan loco estos tipos,
quien carajo se la va a comprar-. La chica al volante baja a la calle, el
muchacho se suma al rodado y parten esquivando un recolector de basura que
estaba parado frente al semáforo.
Giro hacia la
vidriera en búsqueda de la susodicha campera. Total, que otra cosa tenía para hacer
en esa espera del 60 por Cabildo. Efectivamente había un escultural maniquí
vistiendo una campera tipo Uniqlo. La etiqueta que colgaba tenía dos precios: $
2000, tachado con una x en fibrón rojo, y abajo decía $ 1090. Vuelvo mi
atención hacia Juramento en el momento preciso en que pasa un 60 frente a mí.
Por suerte alcance a ver el cartel de Panam 1, pero ese momento podría haber
llegado a ser realmente trágico. No ver el cartel hubiese significado una
tremenda duda existencial sobre el ramal, un sentimiento de pelotudes muy
profundo y peligroso para un domingo a la noche. Una repentina incertidumbre
sobre el bondi que me había perdido (o no) hubiese sido cientos de veces más
asfixiante y desolador que saber la perdida de aquel que yo esperaba. La
certeza sobre una perdida es positiva como tal al margen del dolor que esa pérdida
cause si del otro lado se alza la incertidumbre respecto a la misma. La primera
nos permite iniciar un periodo de duelo, de lamento, de saberme un pelotudo
para así poder empezar a planificar alguna estrategia de superación, de vistas
a un futuro que se tiene que asomar casi necesariamente como positivo frente al
instante de la desoladora certeza. La incertidumbre nos abraza con la duda más
extrema, elimina toda posibilidad de proyección, nos deja en un absoluto impasse
e inmovilismo. Ni siquiera nos dejaría la alternativa de consagrar nuestra
pelotudes (en este caso la mía) con un –La concha de mi madre, un segundo que
miro un cartel y se me pasa el bondi!- nada. Me quitaría hasta la posibilidad
de martirizarme. Panam 1, no sabes todo lo que significaste en ese segundo que
pasaste frente a mí siendo ya las 0 horas del lunes.
Por suerte nada
de esto ocurrió, no fue más que un pequeño sobresalto al ver que tenía frente a
mí un beige de números rojo, efímero instante de inquietud al leer el cartel
correspondiente al ramal para continuar todo en la más absoluta normalidad.
Todo en una fracción de segundos.
-Hambre de
mujeres tengo, de mujeeeeeeeres, no de pizza-dice un linyera a otro mientras hecha
una mirada poco discreta a la chica que hacía fila atrás mío. Cargaba una
bolsita con un paquete en papel gris. Las pizzas, pienso. Caminaban en
dirección hacia Libertador, habían recibido esa bolsita de mano de un grupo de
amigos que salió de la pizzería en el momento que ellos dos pasaban por la puerta.
Frena sorpresivamente, media vuelta y me encara, esa atracción que genero en
los vagabundos y que nunca logre comprender. –Eh pibe, de mujeres entendes, no
de pizza-repite enojado, como si reclamase que estaba esperando una mujer.
–Pizza, birra y faso pibe, eh, ¿la viste? Pizza, birra y faso-me repite
mirándome a los ojos. Su amigo se había detenido metros más adelante al notar
que estaba caminando solo.
-Si la vi,
buena peli-le respondo sin mucho entusiasmo.
-Ah!-es toda lo
que expresa mientras volvía a emprender su marcha.
Y otro 60
Panam. Y pasa el tiempo. Y tengo sueño. Y dos skaters que giran desde Obligado
hacia Juramento. El sonido de la fricción de las ruedas de las patinetas contra
el asfalto es inconfundible. Hermosamente inconfundible. Recuerda a las épocas
en que fabricábamos kartings con rulemanes. No es el sonido exacto, el del
ruleman es un poco más metálico, más agudo y chillón, pero se alzan sobre la
misma melodía. Son dos variantes sobre un mismo tema. Una cuerda atada al asiento
de una bicicleta convertía al karting en un vehículo tremendo para cualquier
niño. La alternativa cuando no se contaba con una cuerda era ser empujado por
las espaldas, aunque está claro que la adrenalina no era la misma. También una
cuerda atada a ambas puntas del tren delantero constituía un formidable volante
para maniobrar la máquina. Contar con calles en pendiente era una gran ventaja,
ya que se podía prescindir tanto del empujón como de la bicicleta. La
contrapartida era que el único modo de frenar era lanzándose al asfalto.
Siempre me pregunté si todos los kartings que se fabrican de críos contaban con
el mismo eficiente sistema de frenado, al fin y al cabo era prácticamente
imposible no acabar esas jornadas habiendo pasado por el rayador del cemento.
Pero estos dos
skaters se movían con mucha presteza. Esquivaron unos vallados de reparaciones
en la esquina, hicieron unos saltos en movimiento (nada superlativo, salto con
patineta fija, ninguna voltereta) y continuaron su marcha hasta la altura del
Freddo. Ahí detuvieron su andar frente al cordón. Con el mismo movimiento
exacto de golpe con pie derecho sobre parte trasera para atajar con mano
derecha la parte delantera, subieron a la vereda, lo cual me desilusionó un poco
ya que era el momento que esperaba para un gran salto final de escalada pero no
hubo nada de eso. Minutos después salieron de la heladería con una bolsita cada
uno y volvieron por donde habían llegado.
Cuarenta
minutos después de haber perdido el último tren llega el 60 Cabildo. Paso mi
tarjeta. Poca gente pero ningún lugar libre. No importa, comienza el tramo
final. Tras doblar hacia la avenida y enfilar su trompa apuntando al norte son
varios los pasajeros que se disponen a bajar. Ahora sí, asiento y a disfrutar
de los nuevos personajes que me acompañan, los que saldrán de escena y los que
entraran, como el viejo que a la altura de Vicente López se quiere subir por la
puerta trasera que el chofer le cierra justo en la cara y comienza su corrida
hasta la delantera a los golpes de los vidrios laterales para que no arranque.
Pedido de disculpas por su accionar –es que me baje del que venía atrás, pensé
que no me habías visto, y si pierdo este no llego más a mi casa
viste-intercambio de palabras amables con el conductor y asunto finalizado.