Insistís con
explicaciones que no se si puedo darte. Ni siquiera tengo certeza de poder
explicármelo a mí mismo. No sé cómo llegamos a este punto, a esta instancia.
Las cartas estaban sobre la mesa, desde el principio. ¿No las entendiste? ¿No
quisiste entenderlas? ¿Tal vez no fui claro? Y acá estoy, buscando las piezas
de un rompecabezas que se fue al piso. Como si fuese tan fácil. Sabes que me
cuestan las respuestas simples. Y sé que la complejidad te aburre, que desarma
tu simpleza y te deja en las manos de un mundo azaroso al cual le huis. ¿Por
qué no escapaste de mí? ¿Por qué nos acercamos sabiéndonos tan distintos?
Horacio hizo
algunas anotaciones en su cuaderno. Tachó y volvió a escribir. Trataba de
convencerse de que todo partía de un malentendido que él mismo no se lograba
explicar. Pero esta vez no barajaba la opción de borrarse, de desaparecer y ya.
No, no esta vez.
Releyó el
ultimo renglón: -¿Por qué nos acercamos sabiéndonos tan distintos?- Y la
respuesta era el silencio y un resto de hojas en blanco que se tornaba
insoportable. Todo se le estaba volviendo insoportable, ni su propia vida se
aguantaba ya. Y por un momento envidió la simpleza, esa sencillez que a veces
lo exasperaba. Y el solo pensarlo le dio miedo. ¿Y si se estaba equivocando?
-Ay Horacio…, ese
estúpido raciocinio al que te aferras para buscar una justificación al accionar
de dos cuerpos buscándose un verano, ¿no te das cuenta que es tu principal
problema? ¿Por qué no simplemente dejarlo así? Es que sabés que esa posibilidad
no existe, que se esfumó en el mismo momento en que te extraño de ese modo que
significaba haber atravesado una barrera, ese mensaje al cual no supiste o no
quisiste responder. Vos no querías atravesarla –Horacio-, lo sabias desde el
principio. Fuiste a su encuentro habiendo levantado un muro. Pero, ¿de quién te
protegías? ¿De ella, o de vos mismo? Y te zambulliste en ese juego con un
encendedor en la mano, convencido de que tan solo prendías un cigarro que se consumía
en minutos. Y provocaste un incendio –Horacio- siempre acabas provocando un
incendio. Y el que se consume ahora sos vos-.
-¡Basta! Ya es
suficiente- se dijo Horacio arrojándole un salvavidas a su propio naufragio.
-No me importa lo que ella piense, se lo tengo que decir. En definitiva, la que
entendió todo mal fue ella, yo se lo aclaré desde el principio-. Y en un
arranque de falsa seguridad volvió a agarrar su cuaderno y comenzó a redactar
una historia que mientras más avanzaba más dudas le dejaba. El fruto
supuestamente maduro del argumento que tranquiliza la existencia comenzó a
pudrirse entre sus manos.
-¿Se lo aclare
desde el principio? Ay Horacio… a veces me pareces tan infantil. ¿Eso es todo
lo que tenés? Solo tratas de escabullirte de la sorpresa, la inquietud y el miedo
que te generó el reconocerte invadido por su presencia. De pronto había alguien
en ese territorio tan reservado. Horacio, podés teorizar mucho y buscarle todas
las vueltas que quieras, pero hay un punto –y lo sabes muy bien- en que tu castillito
de naipes se derrumba con tu propio aliento mientras lo construís. Tu teoría es
como papel higiénico ante una gota de agua-.
Temblás
–Horacio- sé que temblás cuando recordás esa primera noche que quiso ir a tu
departamento en el once. Cuando recordás cómo fue ella quien tomo la iniciativa
con sus manos apenas cerraste la puerta después de haberse sentido infinitos en
los espejos del ascensor. Sí –Horacio- cerrá ese cuaderno, porque también recordás
cómo bajó el cierre y continuo con su boca. Y vos, inmóvil, aun contra la
puerta. Y el clima estaba denso, caliente, pegajoso como dos caramelos sugus en
el fondo de una mochila. Y entonces continuaste con el juego –Horacio- porque era eso nada más.
Ese día no había
mucho por sacar, mucho por descubrir; las bondades del verano que atentan
contra la imaginación, contra el erotismo, contra la sorpresa. Lo explícito – ¿o
no que pensaste todo eso, Horacio?-. Bastaban mínimos movimientos para
enfrentarse a la desnudes marina. Nada de malabaristas esta vez, nada de
acrobacias.
Apenas un
ventilador de pie en un esfuerzo inútil por no avivar las llamas sobre la cama.
Las sabanas que se empaparon. El pelo que se pegaba, los cuerpos que se
pegaban. Gemidos y suspiros apenas lograron penetrar en ese caldo de 35 grados –
¿te acordás, Horacio?- pero la penetración llega, finalmente. Y ese caldo se
revuelve. El ventilador, presagiando el desenlace, mira hacia un lado y otro.
No quiere ser testigo. La almohada en el piso, las sábanas en un rincón, las
ropas aun en la puerta esperando.
No te aflijas –Horacio-,
acostate, descansá.
Y el sudor no cesaba
porque el calor no cedía, y estaba bien que así sea. El ruido de afuera se
perdía entre las aspas del ventilador. Solo escuchabas sus gemidos, de espalda,
arrodillada; vos sintiendo con tus manos el sudor de su vientre que después los
dos relamían, juntos –oh sí que te gustaba, ¿eh Horacio?- Ella estirando sus
brazos por detrás tomando casi tironeando tu pelo, y vos disfrutabas de esa
cercanía al dolor saliendo de su mano, porque sabías que era su reacción al
juego de tus inquietos dedos, a esas palabras que pronunciabas lento suave pesado
húmedo sobre húmedo al oído, mientras un rio se derretía entre tu pecho y su
espalda. Y ella suspiraba gimiendo temblando, y los pies de ambos se buscaban y
se encontraban por detrás en su propio juego a ciegas.
¿La sentís,
Horacio, la ves? Un clavel enlazado a tu memoria, a tu vida. ¿Por qué podar lo
que está floreciendo? Dejá ya de pensar tanto, de recordar. Tirá esas
estupideces que escribiste en tu cuaderno. Quizá con un poco de tiempo. Tal vez
el otoño. La densidad del aire no te está ayudando –Horacio-, refracta tus
sentimientos dormidos entre sábanas transpiradas, distorsiona esos cuadros de
tu departamento en el once, envejece de modo prematuro al amor. La alquimia del
verano –Horacio-, quizás así, lo inexplicable acabe en la sencillez del gesto
de un ramo de flores.
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