Querida amiga;
Hablar de recuerdos y memoria es meter la mano en la galera de un mago,
revolver su interior, y comenzar a tirar de sus pañuelos anudados. Algunos son
de color verde, otros celestes, también los hay rosas, negros y rojos y, sobre
todo, uno no sabe cuándo se acaba. Sus caprichos nos lleva y nos trae a los
lugares más recónditos e inesperados, tal es la anarquía temporal por la que se
rige. ¿En serio almacenaste aquella tarde insignificante?
Desde que te escribí aquella primera carta la galera no deja
de escupir pañuelos de todos los colores. Comienzo a preguntarme si se acabara
esto algún día, si existe algún recuerdo solitario, aislado, que no arrastre
tras de sí otro pañuelo, otro color.
Algún recuerdo solitario… ¿o sería mejor decir: algún recuerdo
“en” solitario? Querida amiga, ¿Te preguntaste alguna vez por la soledad? Recuerdo
que le tenías cierto temor, le huías como le huye una presa a su predador. Pero
la soledad no es ninguna predadora (aunque no esté exenta de llegar a serlo). Tampoco
es una cuestión de individualidad (en un sentido físico, espacial). A mí me
gusta pensarla como una soledad de a dos, compartida. Compartida con alguien más,
o conmigo. Yo y mi fiel compañera soledad. Quizás eso te molestaba, que yo
invocara a quien considerabas tu perseguidor.
Cuando era pequeño y llegó a mis manos “El Principito” una
conversación quedaría registrada para siempre, latiendo en mi inocente espíritu
de niño solitario. El principito le cuenta a la serpiente que se siente muy
solo en ese desierto, a lo que ella le responde –También podes estar solo entre
la gente…-. La frase me produjo escalofríos, aun lo hace, por su contenido y por
su emisario, pero sobre todo por lo que se desnudaba frente a mí. Inocente niño
encerrado en su habitación que comenzaba a jugar con piedras filosofales. Y cuánto
más agobiante, desesperante, debe ser la soledad vivida entre millones de
personas, pensaba y sigo pensando. Pero la soledad, querida amiga, tiene dos
caras: puede ser tan dura y penosa como suave, receptora y protectora; y las
dos son grandes maestras para la vida, no lo dudes, no le temas, no le huyas. Son
dos caras que se complementan y necesitan. Cuanto más dura y compleja es la
coraza externa, más frágil y vital es lo que contiene.
Pero… ¿Qué mecanismos nos protegen de nuestros propios
recuerdos?
Y mientras pienso esto el cartel de “Banfield” se asoma por
la ventana del tren (porque ahí me encuentro mientras escribo estas líneas aunque
tú no lo sepas cuando las tengas en tus manos si es que llegan a ellas, aunque
yo me encuentre en cualquier otro lado mientras tú las leas, aunque éste
paisaje ferroviario del conurbano bonaerense sur no quede impregnado en el
papel que viajara hasta tu presencia, aunque todo eso me encuentro sentado en un
tren con una libreta en mis manos mientras el cartel de “Banfield” me saluda
por la ventana). Y ese nombre ingles entre tanta porteñidad resuena en mí como
el golpe de un bombo murguero. Y me acuerdo de ese chiquito en una casa del
barrio y la inocencia del primer amor. La pesadez del verano y la hora de la
siesta, las hormigas invadiendo el jardín, y el veneno para acabar con todo. Con
TODO. La magia de Cortázar, quien vivió ahí cerquita de donde estoy pasando en
este momento (aunque este momento haya dejado de ser este momento), lo
inmortalizó en un bellísimo cuento de infancia. Y para cerrar el círculo con un
nuevo impulso recuerdo que a Julio lo conocí cuando te conocí a ti. ¿Otro
pañuelo de la galera? ¿Una broma del mago? Un espiral de humo se eleva a los
cielos. Que fácil y escandalosamente aburrida seria la vida sin esos
condimentos que tanto dolor causan.
El tren ya abandonó la estación, y yo sé que alguna vez me tendré
que bajar allí. Quizás encuentre una galera vacía esperando ser llenada, de
pañuelos, de conejos, de pájaros, de amor, de vida.