jueves, 26 de julio de 2018

Ana y Alfonsina


El calor agobiante del verano porteño se agiganta y condensa entre los pasillos del subte. Sin embargo, el H se mueve fresco, pulcro y, para mi suerte, con poca gente. Dejo atrás el calor, me acomodo en una esquina del vagón, parado, por decisión propia. Leo.

Enrique, Lucio y Silvio, de escasos 14 años, están robando la biblioteca de una escuela. La biblioteca y todo un stock de bombitas de luz que después planean vender. Afuera llueve. Enrique y Silvio buscan los libros más caros. Enrique es un gran lector, está al tanto de valores y ediciones agotadas, sabe que llevar. Silvio se detiene con un Baudelaire en sus manos.

- Son versos, le dice a Enrique.
- ¿Qué dicen?

Silvio va a comenzar su lectura de Baudelaire, una señora ingresa y me distrae, levanto la mirada. Bolsas de tela en una mano, bastón de aluminio (o algo parecido) con punta de goma negra en la otra.
- Señores pasajeros, mi nombre es Ana, vengo a recitarles unos versos de Alfonsina Storni.

No puede ser, pensé. Me preparaba para que Silvio me recite a Baudelaire, me preparo para que la doña me recite a Alfonsina. Cerré el libro.

- Dice así: (se escucha un celular que suena. Silencio. La  señora no arranca. El celular sigue sonando. Empieza a buscar entre sus bolsillos) Esperen un minutito que es mi hija. Hola Bárbara, mira estoy en el subte ahora, después te llamo. Si, si, dale, besos.

Corta, guarda su celular en algún bolsillo invisible. Ah, ta medio chapa ésta, pensé, y me dispuse a retomar mi lectura. Abro el libro. La señora vuelve a la carga con un vozarrón recargado. Lo cierro.

- Ahora si, como les decía, les voy a compartir un poema de Alfonsina Storni.

Y comienza su recitado. Y todo ocurre. Con vehemencia, le imprimía su espíritu a cada palabra con una voz ronca y potente que llenaba todo el vagón. No parecía posible que esa señora emitiera esa potencia. Y los versos los acompañaba con extensiones de sus brazos, gritaba al cielo, remarcaba acentuaciones con golpes de su bastón que se confundían con el suave traqueteo del subte. Y los versos de Storni eran hermosos. Y la señora los hacia más hermosos aun.

A mitad de su intervención, estación. Una voz por altoparlante. Pasajeros que se disponen a bajar. Ana que corta su recitado para aclarar que, aunque no terminó, los que tengan que bajar pueden dejarle algo. Tras el paréntesis, retoma.


Unos pocos aplausos, de los que forme parte, agradecimos ese poema. Se acerca mi estación, me preparo para bajar. Cerré definitivamente el libro. No tengo señalador. Página 39, memorizo. Silvio por leer el poema de Baudelaire a Enrique. Lo guardo en la mochila. Ana contraataca.

- Soy jubilada, tengo 75 años. Mi jubilación no me alcanza para vivir y pagar los medicamentos que tengo que comprar. Estudie en la década del 50´ (no la entendí, pero era algo así como expresión lirica teatral, y también con estudios universitarios de letras o algo por el estilo). Empecé a recorrer subtes recitando poemas para poder juntar unas monedas más y llegar a fin de mes. A la poesía le pongo alma y vida (y era totalmente cierto), es lo que me gusta, así que salí a compartirlo.

Quise llorar. Me suele pasar, en la vía publica, en el tren, en el subte. Como aquella vez de la madre con tres hijitos metidos dentro de un contenedor de basura y la madre explicándoles cómo tenían que revisar y que tenían que separar. El más chico no tenía 5 años, el mayor tendría unos 10. Esto está mal, pensé. Esto está como el orto. Y la impotencia. Y la bronca. Y las ganas de llorar contenidas, aguantadas, como tantas otras veces, como tantos millones de personas aguantando, todos los días. Hasta que no se aguanta más, y todo estalla.

Un breve silencio atragantado. Mucha gente abrió mochila, sacó billetes, monedas de bolsillos. Le di unos pocos pesos que me quedaban, le agradecí su poema, su recitado. Un hombre se acercó y tan solo apoyo una mano sobre su hombro en gesto de comprensión. No sé si le dio algo, ni si le dijo algo. Se miraron.

- ¿Te puedo dar un beso?, fue la respuesta de Ana. Y Ana se estiro y le dio un beso. Y se abrazaron.

La puerta se abrió. Baje casi corriendo, quería huir, no de Ana, de toda esta mierda. La escalera mecánica estaba fuera de servicio, la única escalera para hacer combinación estaba colapsada entre la gente que subía y la que bajaba. Me hice a un costado. Espere. Y pensaba en lo ocurrido. Y me vi otra vez evitando el llanto. Mire al piso. Levante la mirada. Entre la gente se alejaba silencioso el tren con su carga. Alfonsinas serán recitadas en todos los vagones del mundo, -pensé- hasta que terminemos con toda esta mierda.

domingo, 18 de marzo de 2018

Espiral


-Gran libro, pibe, te felicito.

Sabía que era un clásico, pero no pensé que despertaría pasiones en el subte.

-Me alegra ver gente con buena literatura, hay cada porquería dando vueltas. Insistía el hombre, de unos cuarenta años, barbudo, pelo desprolijo y contextura corpulenta, esos tamaños que incomodan en hora pico. Los empujones no me dejaron más opción que cerrar mi edición económica (toda doblada y acartonada producto de una lluvia a contramano en la playa unas semanas atrás) de Los Siete Locos.

-Después lee Los Lanzallamas, es la segunda parte, y metele a Juguete Rabioso- me aconseja, -ah, y buscate algo de Jorge Amado. Yo miraba, asentía, apenas atinaba a hacer algún comentario.
Se bajó en la siguiente estación, entre empujones y algún que otro insulto. El subte arranco. Me quede pensando en Jorge Amado. Lo único que sabía es que era brasileño, nunca nadie me lo había recomendado o nombrado.


Anoche no podía dormir. A pesar del cansancio y de tener que levantarme a las 5 am no podía conciliar el sueño. En parte el calor. Solo en parte. La cabeza era un torbellino. Sabía que un modo de calmarlo era levantarme y escribir. Pero no lo hice. Desde la modorra de la cama me engañaba con que antes me iba a quedar dormido. Y así fue que se hicieron las doce, y la una, y yo seguía sin poder vencer la inercia de las sabanas. La última vez que me atreví a mirar el reloj eran la una y cuarenta y cinco. En algún punto entre ese momento y el despertador de las cinco, logre dormirme. Apenas subido al subte tomo mi libreta y comienzo a hacer lo que tendría que haber hecho anoche.


Lo había estudiado en la facultad cuando vi la independencia brasileña, y lo estaba estudiando ahora para rendirlo. Pernambuco, en la región del nordeste, había sido uno de los estados con movimientos independentistas de ruptura con el resto de Brasil, impulsado desde los sectores intelectuales de su capital, Recife. En las primeras décadas del siglo XX se enfrentó, junto a otros estados, a la alianza del "café con leche", la cual representaba los intereses de las oligarquías de Sao Paulo y Minas Gerais. Es todo lo que sabía de Pernambuco.


La invitación a tomar una cerveza para saber en que andaba su vida después de haberla conocido fugazmente hace tres meses era tan solo eso. Pero ese tan solo se convirtió, rápidamente y sin buscarlo, en un intenso mes de cervezas, mates, teatro, noches con sus madrugadas y sus mañanas, y charlas, muchas charlas.

Hacía ya dos años que había abandonado su Recife natal para instalarse en Argentina. Una sonrisa constante, un pequeño tic en su ojo izquierdo, repentinos pasajes a la indignación ante injusticias sociales, vinieron a cuestionar la soledad.

Pero todo lo que llega de modo repentino, así continua su camino. Pero ahora Recife y Pernambuco cobraron otra entidad, ya no son nombre vacíos plasmados en textos de historia, en mapas buscados por google earth, ahora hay un anclaje concreto de esa región, aunque no la conozca. Y su paso me dejo también a Alceu Valenca, los Novos Bahianos y Cartola. Un mundo pequeño abre cientos de mundos, nadie sabe que hay detrás de la puerta que se abre.


Me dirigía al teatro. En la puerta de la boca de la estación Uruguay hay una librería de usados. Entré sin saber que buscaba o si quiera si buscaba algo. Revise uno por uno, hasta el final, la columna de poesía sobre una mesada. Seguí por la fila de al lado, Literatura Universal. Y ahí aparece, Jorge Amado, varias de sus novelas. Las separo. Las ojeo. Elijo Tienda de Milagros. No tengo idea que me espera del otro lado. No tengo idea de quien es Jorge Amado, solo sé que es brasileño y que me lo recomendó un tipo en el tren. Fui a la caja, deje un billete de cien sobre la mesa.

Lo comencé en mi butaca esperando que arrancara la obra. Jorge Amado, bahiano. Y sus páginas me llevaron directo al Pelourinho, al Reconcavo, tras los pasos de Pedro Archanjo. Y sus descripciones y caminos me devolvieron a un yo inocente e ignorante en materia de mundo y sus placeres caminando por Bahía hace once años. Una experiencia laboral de temporada por las calles que caminaron Pedro Archanjo, Lidio Corro y, por supuesto, Jorge Amado. El recuerdo de aquella temporada se transforma. El presente que cuestiona para reinventar el pasado. ¿Quién dijo que le tiempo es lineal? Es, como mínimo, un espiral que nos devuelve lo vivido ya sin importar qué es lo real. Mis caminatas por el Pelourinho, ahora, van con Archanjo, con el Dr. Levenson siguiendo sus pasos, aunque en aquel entonces no tenía idea de esas existencias.

El espiral va y viene, se cierra en un infinito de jamás tocarse y siempre distanciarse. Un espiral que solo terminara el día que se extinga en una última gran curva final hacia la nada.

Jorge Amado me devuelve a los Orixas, a Olodum subiendo por las calles de Bahía al ritmo de sus tambores, al birimbao y las rodas do capoeira, el Mercado donde Archanjo conquista a la finlandesa confundida por sueca a metros de donde salen los ferris hacia la isla de Itaparica. Un domino que no para de caer. Cachaza y las caipirinhas, y un porro del tamaño de la trompa de un elefante fumado con 4 brasileros en el baño de un monoambiente. Un púber abriendo las puertas del mundo, un libro entre mis manos que me abre las puertas de un universo ya visitado. El lento despertar de la memoria adormecida, latente, expectante al mínimo indicio que la sacuda de su letargo. El suave traqueteo del tren a las seis y media de la mañana.


La caminata de aquel domingo por la tarde junto a dos amigos por la parte baja del Pelourinho. Inocentes argentinos metiéndose en una favela, rescatados a tiempo por una negra bahiana mientras cientos de rostros se asomaban por la callejuela. Y ahora me vengo a enterar, gracias a Amado, claro, que caminábamos Na Baixa do Sapateiro, que además es una canción del disco Livro, de Caetano Veloso, primer disco que tuve del brasilero y que escuche mucho en una época de mi juventud, y que ahora re-escucho y suena tan distinto. Es que todo suena tan distinto con el paso del tiempo, todo se ve tan distinto la segunda vez. Es que uno entiende las cosas años después de haberlas vivido. Siempre a destiempo es el aprendizaje de la vida, y es necesario que así sea.

Y aquella cerveza recifeña, inocente, me abrió la puerta de Alceu Valenca, ayer Falamansa y  forro en el Club Med de Itaparica.

–No, no se bailar- le digo amablemente y con una sonrisa a la señora. ¿Qué edad tenia? ¿Cincuenta? ¿Sesenta? Los suficientes para hacerme sentir un bebe con mis escasos veintiún años. Lo de mayor no le quitaba el bronceado, el vestido alopardeado pegado al cuerpo, el sombrero de paja, la caipirinha en la mano y toda la actitud frente a la vida.  

-Dejate de joder y vení, que vos deberías estar haciendo el amor debajo de una palmera. Contundente. No me dio mucho lugar a replica, aunque no tenía nada para replicar. Me agarro y me empezó a enseñar los pasos de forro. Algo termine aprendiendo, quedo pendiente hacer el amor abajo de la palmera. No con la anciana, claro.


Llega mi estación. Cierro mi libreta. Pienso en Bahía, en Amado, en Pernambuco, Archanjo, el Astrologo y Erdosain. No llegue a darle un cierre a lo que venía escribiendo. No importa, pienso mientras camino al colegio. No tiene cierre, y está bien que así sea. Es un constante abrirse, hilar con una madeja que solo se acaba cuando el espiral pegue ese gran giro y vuelva al principio.

Y nadie sabe cuándo ocurre eso.

martes, 13 de febrero de 2018

La gota


Una gota se acaracola,
se desliza en plata,
                                esquiva el mate.

Cambio un destino verde
                                           por otro.

Se deshizo en tierra.

domingo, 17 de diciembre de 2017

Starbucks y el de las seis cuarenta y ocho

  La clave son las persianas del Starbucks que se encuentra en los pasillos de la conexión de las líneas B, C y D. Marcan el pulso a seguir para llegar al semi-rápido de las 6:48 andén 8 que pasa por Lomas de Zamora. Trazando una diagonal a su izquierda, El Noble mantiene sus persiana bajas. Lo mismo vale para la panchería Wini Dog, flanqueada por dos escaleras que suben al andén de la línea verde. Dos columnas al centro, un mural a la izquierda sobre azulejos blanco y negro, una tercera columna con publicidad en pantallas, un local de osos y carteras junto a un link de banco ciudad a la derecha.
  Si las persianas están bajas y se ve movimiento en su interior, puedo caminar tranquilo (a esas horas de la mañana se puede caminar tranquilo en el subte y conseguir lugar cómodamente) hasta la línea C a Constitución. Incluso es probable que una vez en la cabecera del Roca tenga unos minutos de espera en el andén hasta que llegue el tren y se vacíe de gente que viene de zona sur.

  Ese tiempo suele ser utilizado en lecturas o en pequeñisimas siestas cuando el sueño nocturno no fue suficiente. Una tercer opción es darle lugar a uno de los tantos juegos que utilizo para entretenerme en la vía publica: estar atento a la mayor cantidad posible de información de lo que ocurre a mi alrededor. Palomas durmiendo en los techos agujereados que se llueven cuando llueve y los sin techo durmiendo en los bancos de los andenes, las vendedoras de chipa a diez pesos y churros rellenos que deben estar ahí desde la salida del primer tren del día, los vendedores de café para los dormidos del tren y los trasnochados, pancherias y hamburgueserias que van calentando aguas y planchas, puestos de diarios terminando de acomodar las ultimas revistas mientras se toma mate con personal ferroviario y comentan el partido de anoche de Lanús, algún que otro perro esquelético y probablemente rengo producto de un accidente que nadie registro ni lamento deambulando entre andenes en busca de restos de, silbatos y anuncios de destinos que solo conozco de nombres y que me pregunto si alguna vez conoceré como cuando sin pensarlo y sin buscarlo termine conociendo y viviendo Lomas, Banfield y Lanús. Y no es solo conocer el lugar sino también a su gente, proyectando las fronteras mas allá hacia lugares no explorados como Temperley, Burzaco, Adrogue o Glew.

  Trenes llenos que se vacían y trenes casi vacíos que parten para invertir la ecuación por la tarde.

  Todo esto es apenas una ínfima parte de lo que ocurre y transcurre bajo el techo de la estación Constitución mientras espero sentado en el anden 8 el servicio de las seis y cuarenta y ocho, mientras vagabundeo sin mas propósito que atar cabos de tiempo y espacio en su incesante deshilachar. Todo esto ocurre cuando paso frente a Starbucks y sus persianas aun no fueron levantadas.

  Y esas mismas persianas son otra historia cuando están arriba, con sus empleados acomodando productos en los escaparates y ultimando detalles para la jornada. En ese caso es probable que llegue a Constitución con el tren ya aguardando en el anden y yo salmón contra la marea sureña que se moviliza a trabajar. El punto de conflicto radica en el menor margen para desperfectos o perdidas de subtes en las narices. Cuando ocurre que una formación se clava por cinco minutos en una estación sin mayores explicaciones (cosa no poco frecuente) estoy jugado para llegar al de las seis y cuarenta y ocho. Aun así, la escena esbozada permanece, aunque multiplicada por miles y a otras velocidades. Apenas puedo prestarme al vagabundeo lúdico para captar esquirlas de un instante estallado en mil pedazos que invade, oprime, asfixia; hasta el salvador sonido de un silbato, una chicharra, puertas que se cierran, un libro que se abre y todo vuelve a la calma de un tren casi vació con destino sur.

  Pero todo se puede complicar. Si cuando atravieso ese pasillo de conexiones, ese punto exacto en que el sector pertenece a todas y a ninguna linea, me doy con la persiana del Starbucks completamente levantada y dos o tres personas esperando su pedido. Casi con seguridad que estoy chau. Eso significa que no llego ni de casualidad al semi-rápido. Pero la cosa no queda ahí. Esos pocos minutos de diferencia llevan consigo dos caras de Constitución. De semi vacío a casi reventado. Y uno que sigue en formato salmón, con más corriente en contra y mayor retraso. En estas ocasiones, la mañana se torna un poquito cuesta arriba. Repasar la cartelera en busca del servicio mas inmediato, moverme en piloto automático entre la gente esquivando anhelos, esperanzas y frustraciones, encontrar algún molinete libre, llegar a Lomas y acelerar el paso en el camino hasta el colegio, no poder tomar eso mates en sala de profesores hasta que suene el timbre.

  En el fondo la cuestión es tan simple como que me gusta el semi-rápido. Recuerdo el día que lo descubrí, medio por accidente medio por curioso, que muchas veces van de la mano. Volvía de mi jornada laboral. Llegando a la estación empecé a cuestionarme el supuesto hecho de que de los cuatro andenes tan sólo uno, el numero cuatro, es decir, el más alejado hacia el lado de Hipólito Yrigoyen, fuese hacia Constitución. Ese día no cruce la vía como debía hacer. Doble a la izquierda bordeando el andén uno, el que viene de capital. En los molinetes pregunte por el próximo servicio a Constitución, aunque todos los que figuraban en mi celular partían del último anden.

-¿A constitución? Tenes un semi-rápido en tres minutos, anden central. Y así fue. No solo descubri ese servicio, sino que tambien note que el mismo no aparecia en la aplicacion de TBA. Se lo comenté a otro profe que viene de capital hace ya siete años y desconocía su existencia, así que me lo agradeció.

  En ese primer viaje note al instante la diferencia, y no me refiero tan solo a los diez minutos con el servicio normal que implica no parar en tres estaciones. El traqueteo de una par de minutos entre la estación Avellaneda y Lanús le dan al traslado un breve aire a viaje. Sentado, mirando por la ventana, leyendo un libro o durmiendo, ese rato del traslado entre mi casa y mi lugar de trabajo se transforma sin la interrupción constante de cada estación. Eso es lo que más me gusta de este servicio, mucho más que los diez minutos menos. El olor a viaje, a despedida, a reflexiones sobre rieles sin la interrupción de chicharras y empujones de bajada y subida.

  Volviendo a lo que nos convoca. Dentro de esa ley de la persiana de Starbucks hay algo que permanece constante, casi inmutable. Llegue al servicio de las 6:48 o no, con la oleada de gente llegando a Constitución o aun sin ella, entre los pasillos de la combinación del C al Roca los negocios tienen un aire de eterno retorno. No sé cuál es su horario de apertura, siempre que paso, a la hora que sea, están ahí, persianas arriba. Con cualquiera de las opciones de Starbucks, atravesando los molinetes en el primer pasillo a mano izquierda el pibe de pelito corto rapado al costado sentado sobre una banqueta esta firme, con la mirada al frente y a la nada; también el grandote de rastas remera negra y pantalón camuflado escuchando metal sentado en un banquito matero en la puerta de su local de venta de todo-lo-que-uno-pueda-llegar-a-necesitar. Los vendedores de café, las pancherías y los "free shop" de panificados en el hall central. Todo permanece, todo se repite siempre igual. Recién por estas fechas festivas se notan cambios: los decorativos y el merchandising navideño.

  Toda esta cuestión de la ley de la persiana dejaría de tener sentido, o perdería su impronta, si me limitase a ver la hora en el celular cuando llego al pasillo. Incluso parecería ser mucho más simple que andar especulando con la persiana de un negocio. Y así, no solo no tendría sentido la persiana, sino tampoco todo esto. Es mucho lo que se perdería, mucho más que el simple hecho reloj-o-persiana. Perdería una parte esencial de la transformación de lo cotidiano en algo lúdico, esos pequeños juegos que uno se inventa mientras va por la calle. Calcular una velocidad de caminata para enganchar onda verde con los semáforos peatonales sobre avenida Corrientes entre la estación Pasteur y Carlos Gardel (nunca lo logre), pararme frente a donde creo que va a haber una puerta del subte, acertar los tres kilos de naranja a veinte pesos, mirar a través de la ventanilla alguna cara esperando en el andén de enfrente para que se crucen y perderse en preguntas sin respuestas. Eso es lo que perdería si llegado al pasillo me limito a ver la hora en mi celular y saber con ese atajo sí estoy bien o si me tengo que apurar.

El atajo, en muchos casos, recorta la imaginación, censura el juego, anula la experiencia.

domingo, 12 de noviembre de 2017

Apuntes sobre papel de pizzeria

Doblo por Lavalle y no por Corrientes como suelo hacer. Es sábado, y se nota. En la esquina de Jean Jaures miro a la derecha antes de cruzar y me doy con la calle cortada, apenas más allá, pasando el pasaje. Luces que iluminan la cuadra y tango que suena a todo volumen me atraen. Hacia allá me dirijo. El sueño, el cansancio y las ganas de cama pueden esperar un rato. Una parrilla humeante, mesas en la calle con manteles plásticos floreados, vinos y sodas en sifón decoran la escena. Gente, mucha. De un lado, en fila, esperando para entrar al museo-casa de Carlos Gardel que permanecerá abierta hasta altas horas de la noche. Del otro lado, un semicírculo de vereda a vereda oficia de platea para una pareja que baila en el centro. Me busco un hueco, me acomodo, miro a mi alrededor los personajes que participan de la escena y, finalmente, a la pareja bailando.

Timbre que suena. Cierro el libro, lavo los platos, vacío de un trago la solitaria copa de vino que me acompaño durante la cena y salgo al encuentro de. Otro ángulo, otra perspectiva, todo multiplicado a través de un prisma, se desvanece el tiempo, se hace agua la vida. Y entonces ocurre la magia. ¿Magia?

Subte línea H. Retomo el libro, ¿dónde estaba? Ah sí, Lucas y su patriotismo. Estación Las Heras, chau Lucas. Y un auditórium en el sótano de una biblioteca, música latinoamericana, piano y voz, y Ecuador, y Uruguay, y Argentina. Y yo y mi prima, la del timbre que me cerro el libro, platos, vino, me vine y me expulso a la vida.

Salgo, salimos. Gente, mucha gente que circula y habla y grita y ruido de colectivos y autos. Debate de política en la parada del 93. Mi prima se sube, se va a un cumpleaños. El 118 no aparece y el movimiento le gana al inmovilismo. Empiezo a caminar, por Pueyrredón. Y camino, olvidándome del 118, del sótano y de Lucas, pensando en caminar para llegar a dormir, tal vez comer algo. Me dio hambre. La gente alrededor me indica que es noche de helado o de cerveza. Me tienta la última idea. Tengo sed. Sigo caminando, siempre Pueyrredón. Mucha familia en la calle. Camino y pienso, pienso y camino; no sé cuál me lleva a cual, ¿camino porque necesito pensar? ¿En qué? ¿O pienso porque me largue a caminar? No importa, me da lo mismo. El aire está fresco, está despejado, noviembre, y luna casi llena. Derecho, siempre derecho, hasta Lavalle que doblo a la derecha en dirección al Abasto. Y sin pensarlo, sin quererlo, termino frente a la casa de Carlos Gardel.

Termina la pareja que baila. Se apaga el tango. Se desvanece el semicírculo, solo queda la fila que espera su turno para entrar a la casa. Ahora sí, me digo, ya es hora. Doy media vuelta y me dispongo a subir por el pasaje Zelaya. Pero no llego a dar más que unos pasos. En la esquina saludo a Piter, el negro que atiende la pizzería en español con acento francés y siempre una sonrisa dibujada. Charlamos un rato. Me estoy por ir y le pregunto a cuanto la lata de cerveza. Para el camino, para sacarme las ganas nomas. Cuarenta me dice, pero a vos te dejo la de litro a cincuenta. Vamos con esa. Y una empanada, ya que estamos.


Me siento afuera y me sirvo una cerveza helada. Le pido una birome y un papel. Me alcanza ambas cosas, siempre sonriendo, siempre alegre. Y comienzo a escribir. No sé sobre qué, pero tenía la necesidad. De espacio y tiempos, de futuros prometidos ensalzados en recuerdos, de tangos y gardeles, de filas esperando a la una de la mañana, de olores a churrascos envueltos en humo, del tacto de manteles plásticos con manchas de vino sobre mesas enclenques, del tango devenido en redondos para acabar con Gilda a las dos de la mañana, una grande de muzza y media de carne, que la cuenta, que otra cerveza, que estoy desde las once de la mañana y la sonrisa se va dibujando de cansancio. ¿De dónde vendrá? ¿Dónde estarán sus raíces? ¿Su infancia, su vida, sus orígenes? Muchos misterios por detrás de esa figura. Vuelvo a llenar el vaso. ¿Estas usándola? No no, llevala tranquilo. Que gracias, que no hay de qué. Y la birome que llega a una gran mancha de grasa sobre el papel que me presto Piter y me pregunto si no será hora de irme a dormir.

domingo, 27 de agosto de 2017

Rabia Roja

Mire la hora mientras doblaba a la izquierda para subir por Córdoba. 20:21 decía el reloj. Llegaba justo. A mitad de cuadra vi a decenas de personas sobre la vereda, a la altura del cartel vertical. “Regio”… extraño nombre para un teatro. No me gustaba. A la palabra me refiero, al teatro no lo conocía, aun. A medida que me acercaba note que casi todos tenían una copa de vino. Me llamo la atención. Me asome al hall de ingreso. Atestado de gente. Todos tomando vino. Entré. A la izquierda, en un rincón bajo la escalera, una mesa, dos mozos. Primera función. Tome una copa. Subí las escaleras hasta el descanso. Me acomode en un escalón, di una mirada general al salón. Abrí mi libro, necesitaba saber urgente si Michel Marini se encontraba con Cecile o no. La novela había llegado a mis manos unas semanas atrás, un fortuito regalo. Desde entonces no puedo dejar de leerla. Tren, subte, e incluso en los colectivos, medio que nunca me resultó de mi agrado para la lectura. Ahora también en el hall de teatros. Pero no me iba a enterar de ese encuentro en las páginas que quedaban para terminar el capítulo, así que lo cerré.

El hall se llenaba, el vino circulaba, y a la gente se la notaba muy distendida. Estaban disfrutando del momento, de la previa del estreno del espectáculo. El vino ayudaba, siempre ayuda. Desde mi posición en las escaleras tenía una panorámica especial. Podía ver prácticamente todo. Fauna interesante. Mucho/a freak artista intelectual pequebu. Tengo seria limitaciones en cuanto a la descripción de vestimentas, que no es más que la expresión de mi ignorancia en materia ropa. Pero cualquiera que entienda del asunto se hacía un festín por las combinaciones y formas extrañas que rondaban la escena. Claro, la obra había arrancado afuera. “Rabia Roja” no iba a empezar hasta después de las 21 por lo menos. Deje mi copa vacía, tome otra, volví a mi lugar. Por los alta voces, tras una señal, una voz femenina de cigarros y copas comunicaba a los señores espectadores que la sala ya se encontraba habilitada para el ingreso, y que una vez comenzada la función se cerraban las puertas y ya nadie ingresaba. No pareció importar mucho, la atención estaba puesta en los mozos. No pregunté que marca era, estaba rico. Está claro que alguien que califica a un vino de “rico” es porque entiende tanto de vinos como de ropa. Para mí hay dos categorías de vinos: los que me gustan y los que no volvería a comprar. No volver a comprar no significa que no lo volvería a tomar, hay circunstancias que superan nuestros paladares. Esto se puede aplicar a muchos aspectos de la vida. Sí, a ese también.

De a poco la gente comenzó a ingresar. No por casualidad, estaban levantando la mesa del vino. Es como cuando van prendiendo las luces en la fiesta de casamiento, al tiempo que ponen esos temas de mierda sentimentaloides que usan justamente para rajarte discretamente. Funciono. Hasta se estaba formando una fila. Terminada una obra comenzaría en breve aquella otra que nos convocaba.

Mientras miraba la escena de gente desesperada por llegar a las ultimas botellas me hacia la idea de cruzar la mirada con una mujer solitaria, tomando su copa y perdida entre la fauna. Dos miradas solitarias que se encuentran y se hablan, que se terminan sentando juntos, que a la salida se van a un bar a tomar algo y a discutir diversas interpretaciones de la obra, y que las diferencias en ese aspecto las terminan resolviendo en un garche salvaje en el departamento de ella que vive por la zona. Pero nada de eso pasa en la realidad. Me levante y me dispuse a entrar.

Mi ubicación era en el primer piso. Subí las escaleras (había bajado para devolver mi copa, en otra época quizá me hubiese planteado llevarla como suvenir, pero no era el momento ni el ambiente para semejante acto de incivilización). Arriba había un balcón circular que daba al hall. Se tenía una visión exquisita de toda la escena, era como ser dios mirando al mundo, o como la perspectiva de algunos juegos de pc. No me distraje más. Enfile a la puerta. Para mi sorpresa no había nadie para presentarle la entrada. Espere un segundo. Mire a mí alrededor. Nada. Entre con el característico pensamiento argento, “para que chota pague la entrada, hubiese podido entrar gratis”. Ese pensamiento se puede aplicar a todas las instancias de transporte público, si no te ponen una gorra adelante la mayoría no pagaría un céntimo. Y que se caguen.

Había algunas personas ya ubicadas, pero eran muy pocas y el pulman era grande. De boludo nomas me tome el trabajo de mirar mi ubicación. Busque la fila, la butaca. Fue ahí que note mi estupidez. Me senté donde me pareció que tenía mejor vista. Saque el libro y seguí leyendo unas páginas. Había poca luz, forzaba mucho la vista. Cerré el libro. La entrada intacta, impoluta, con el troquel perfecto, ahora funciona de señalador. De a poco se iba llenando. Dos chicas se sentaron adelante mío. Ya las había visto en el hall. Mis sospechas fueron confirmadas. Se dieron unos besitos jugando con sus manos. Me gusto presenciarlo desde atrás.

La obra arranco pasadas las 21. Aunque un balance o critica de la misma no es el eje de todo esto (no sé cuál es el eje de todo esto) en términos generales me gusto. Salvadora Medina Onrubia, poeta, ensayista, anarquista, madre soltera, directora de un diario, presa política, es retratada por cuatro actrices y un texto que es bien llevado a partir de fragmentos tomados de la propia Salvadora: cartas, poemas, fragmentos de obras.


Las luces se encienden, suben al escenario todos aquellos que tuvieron algo que ver con la realización de la obra. Noto la presencia de muchos de los personajes freaks que vi en el hall. La gente aplaude, se entrega un ramo de flores a la directora. Agarro mis cosas y parto. “Ni dios, ni patrón, ni marido”, en tonos rojos, sigue sonando mientras busco la parada del 168. Camino bajo una llovizna que no se termina de decidir y me muero de ganas de mear. Por suerte el bondi llego rápido.

viernes, 19 de mayo de 2017

Cartas: N° 8

Querida amiga;

Esta es la octava carta que escribo en el transcurso de casi un año. No hace falta que te diga que no recibí respuesta alguna. No es que estuviese esperando una, ni pretendo exigirte nada semejante después del tiempo que me tomo a mí mismo responderte. Aun así, no puedo ocultar que anduve con una pequeña esperanza de encontrar un sobre con tu nombre en mi buzón. Pero lo único que se precipita en su interior son boletas y publicidades. Extraño aquellos tiempos en que llegaban hojas cargadas de tintas y noticias lejanas. De igual modo, no puedo negar las veces que desee otra aparición tuya en mi celular. En el tren, en la calle, en mi casa… en vano.

Pienso también si no será un error mío enviarte cartas a tu domicilio y no a tu e-mail. ¿Que por qué lo hago? No tengo una respuesta, tal vez me gusta esa ínfima dosis de incertidumbre al imaginar todo el recorrido de la carta a través de bolsas, bolsones, dependencias y camionetas atravesando un país. Un descuido, un desvío, un viento que sopló en el momento exacto. El hecho de depositar la carta y no saber cuándo te llegara (no me gustan esos códigos que te dan para el rastreo) es un motivo para mantener el pulso.

Claro que existe la posibilidad de que te hayas mudado y que yo no esté al tanto. En ese caso tal vez haya alguien leyéndome, leyéndote, conociéndonos, deduciendo y llenando baches de nuestra historia. Si de elegir se trata, escojo esta opción antes que pensar que no me querés responder. ¿O acaso recibís las cartas y las tiras sin siquiera leerlas? Eso sería aún más doloroso. Pero claro, no lo sé, ni una cosa ni la otra. Tan solo silencio. Tendrás tus motivos. Yo me aferro a la mudanza.

Entonces ¿porque no te envío todo esto a tu mail?, sería la pregunta lógica y consecuente. Y de nuevo, no tengo repuesta, pero sé que no lo quiero hacer, que quiero el papel, la tinta, el sobre, el correo y el cartero, imaginar ese viaje, mi nombre de un lado y el tuyo del otro, un sello, una mano extendiéndose y otra recibiendo, mi letra en tinta azul de la birome que sostengo en mi mano derecha cobrando forma sentido ante tu mirada, una pequeña mancha en la hoja (abajo a la derecha) del mate amargo que estoy tomando y me pareció apropiado dejarla. Todo eso está presente y ojala pudiese viajar también el aroma a nostalgia que me acompaña cada vez que me siento a escribirte y el cielo de la tarde que ingresa por la ventana. Todo eso se pierde en un mail… así que tal vez ahí este la respuesta.


 Y si no eres tú quien lee todo esto, querida amiga, no te culpo por querer seguir conociendo esta historia.