domingo, 30 de abril de 2017

Cartas: N° 7

Querida;

Como te habrás dado cuenta, hoy decidí encabezar esta carta de otro modo. ¿Viste el impacto que genera el hecho de eliminar tan solo una palabra? Ese “querida” en solitario cobra todo su peso sin un “amiga” que lo acompañe. Mejor dicho, cobra otro peso. Se puede pensar que el carácter de la carta será otro, que es otro el vínculo con el destinatario, que es otra la historia que se esconde por detrás… con solo eliminar una palabra.

No dejas de ser una amiga, no cambia el carácter de esta carta, eso lo sabemos nosotros dos. Pero si llegara por equivocación a las manos de cualquier otra persona que no fueras tú, otra historia sería la que se esconde en estas líneas. ¿Te diste cuenta, además, qué cercano está el “querida amiga” de “querida mía”? Dos letras nomas, apenas, para construir dos mundos completamente diferentes, dos historias con todas las variantes de lo que pudiera haber sido sí, pero no fue por. Como aquella vez que te hablaba del mar, ¿te acordás?

Esperá, no te ofendas, no quiero que lo mal interpretes. Fue tan solo un simple juego frente a  monótono encabezamiento que se viene descascarando despacito ante el sutil riego de tu silencio desde la primera carta que te escribi. Acaso surgió como respuesta a ese silencio, un mosquito que susurra y pica para despertarnos del letargo de una siesta veraniega. O tal vez por el simple hecho de sentarme a escribir sin saber qué tenía para contarte.

Después de escribir “querida” me llamo la atención el protagonismo que tomaba ante el espacio en blanco que se abría hasta el final del renglón, como éste la rodeaba, y eso me gusto. ¿Qué necesidad de ubicar algo al lado? ¿Por qué no dejarlo? Así fue que sentí el impulso del punto y coma ahí nomás, solo con el querida.


Pero soy consciente, y no creas que no lo he notado, que de este modo se diluye esa amistad que nos une por todo lo que compartimos y se hace presente ese pasado compartido. Lo vivido que emerge como presente por un mínimo cambio en el encabezado. Otro pañuelo de la galera, otro truco del mago. Uno más. Y no es que esa sea mi intención, para nada, querida amiga. Pero a medida que salían estas líneas no pude dejar de notar que las cosas que permanecen en el tiempo son muchas más de las que suponemos. A veces, incluso, muchas mas de las que uno quisiera…

domingo, 16 de abril de 2017

Cartas: N° 6

Querida amiga;

Hoy te vi. Yo subía las escaleras de la estación Juramento cargando mi mochila, mis pies, mi día,  tú descendías liviana y perdida entre caras apretadas en la escalera mecánica. Todo parecía mecanico ese dia hasta que te apareciste para darle vitalidad. Yo quería escapar de las fauces de la tierra para respirar ese viciado aire fresco de la ciudad, tú te sumergías en ellas.

Allí estabas, tan perdida como radiante. Fue un instante en que levante la mirada para ver el cielo que comenzaba a asomarse y me topé con tu lento descender. Pude ver cierto espanto en tu rostro, recuerdo como le temías a todo aquello que connotara un descenso. Tu mirada se asemejaba mas a una no-mirada, ni siquiera estaba distraída en tu celular.

Y así pasaste a mi lado sin notarlo, siempre en esa suavidad mecánica. No giraste tu rostro para que se encuentre con el mío. Desde tu inmutable fijeza ignorabas todo lo que ocurría a tu alrededor, no solamente a mí. A vos que tanto te gustan, no viste al niño sobre los brazos de su madre que a escasos centímetros tuyos te miraba fijo, algo en ti la hipnotizaba, ¿tal vez ese estado fantasmal que irradiabas? A tu espalda una pareja se besaba de modo apasionado sin importarle quien ni dónde ni cuándo ni cómo. Solo besarse, solo amarse. Más abajo un hombre hablando a los gritos por su celular, contando los pormenores de su vida que a nadie más le interesaban salvo a él y a su interlocutor. Y vos gracias. Tu única presencia era el hecho físico de la materia que ocupa un espacio.

Ante tu aparición tuve que detener mi andar en medio de la escalera, en ese limbo entre vaho subterráneo y frescura del smog que se mece con el aire que se niega a descender. Gente que subía comenzó a amontonarse detrás de mí y hacia esfuerzos por esquivarme. De frente venían los que no elijen la escalera mecánica ya sea por ansiedad, por andar apurados o por claustrofobia de las horas pico. Cuando me di vuelta para observarte una vez más, tal vez para ir a tu encuentro, tal vez para seguirte con la mirada, tal vez para llamarte, entre tal veces te me perdiste, ya nada quedaba de ti más que una vaga idea de haber participado de tu mundo alguna vez.

No me animé a volver sobre mis pasos y emprender tu búsqueda entre la gente. Tenía miedo de no encontrarte en ningún rostro (era lo más probable, lo sé), así que opte por aferrarme a ese encuentro fugaz, no hacía falta ponerlo a prueba. Continué mi día con la seguridad de ese parpadeo. Y no me importa que me digas que es imposible, que estoy equivocado, que estás a más de mil kilómetros. Ahí estabas, ahí estuviste, lo sé.

Fue hermoso haberte visto y perdido en la fragilidad del instante. Quizá, sin saberlo, te tomaste unos minutos de tu infaltable siesta para darte una vuelta y hacerte presente en ese pie de página.


Insisto, fue hermoso haberte visto, y tan solo quería contártelo para que la próxima vez no tengas miedo de voltear tu mirada y que nuestros ojos se encuentren en un silencioso abrazo de amigos.

lunes, 10 de abril de 2017

Sin titulo

Les comparto un texto que salio de un taller de escritura que realice en el verano. No tiene nombre, pero la consigna era escribir partiendo de la premisa "amor de verano". (Ya volveremos con la serie "cartas")

Insistís con explicaciones que no se si puedo darte. Ni siquiera tengo certeza de poder explicármelo a mí mismo. No sé cómo llegamos a este punto, a esta instancia. Las cartas estaban sobre la mesa, desde el principio. ¿No las entendiste? ¿No quisiste entenderlas? ¿Tal vez no fui claro? Y acá estoy, buscando las piezas de un rompecabezas que se fue al piso. Como si fuese tan fácil. Sabes que me cuestan las respuestas simples. Y sé que la complejidad te aburre, que desarma tu simpleza y te deja en las manos de un mundo azaroso al cual le huis. ¿Por qué no escapaste de mí? ¿Por qué nos acercamos sabiéndonos tan distintos?

Horacio hizo algunas anotaciones en su cuaderno. Tachó y volvió a escribir. Trataba de convencerse de que todo partía de un malentendido que él mismo no se lograba explicar. Pero esta vez no barajaba la opción de borrarse, de desaparecer y ya. No, no esta vez.
Releyó el ultimo renglón: -¿Por qué nos acercamos sabiéndonos tan distintos?- Y la respuesta era el silencio y un resto de hojas en blanco que se tornaba insoportable. Todo se le estaba volviendo insoportable, ni su propia vida se aguantaba ya. Y por un momento envidió la simpleza, esa sencillez que a veces lo exasperaba. Y el solo pensarlo le dio miedo. ¿Y si se estaba equivocando?


-Ay Horacio…, ese estúpido raciocinio al que te aferras para buscar una justificación al accionar de dos cuerpos buscándose un verano, ¿no te das cuenta que es tu principal problema? ¿Por qué no simplemente dejarlo así? Es que sabés que esa posibilidad no existe, que se esfumó en el mismo momento en que te extraño de ese modo que significaba haber atravesado una barrera, ese mensaje al cual no supiste o no quisiste responder. Vos no querías atravesarla –Horacio-, lo sabias desde el principio. Fuiste a su encuentro habiendo levantado un muro. Pero, ¿de quién te protegías? ¿De ella, o de vos mismo? Y te zambulliste en ese juego con un encendedor en la mano, convencido de que tan solo prendías un cigarro que se consumía en minutos. Y provocaste un incendio –Horacio- siempre acabas provocando un incendio. Y el que se consume ahora sos vos-.


-¡Basta! Ya es suficiente- se dijo Horacio arrojándole un salvavidas a su propio naufragio. -No me importa lo que ella piense, se lo tengo que decir. En definitiva, la que entendió todo mal fue ella, yo se lo aclaré desde el principio-. Y en un arranque de falsa seguridad volvió a agarrar su cuaderno y comenzó a redactar una historia que mientras más avanzaba más dudas le dejaba. El fruto supuestamente maduro del argumento que tranquiliza la existencia comenzó a pudrirse entre sus manos.


-¿Se lo aclare desde el principio? Ay Horacio… a veces me pareces tan infantil. ¿Eso es todo lo que tenés? Solo tratas de escabullirte de la sorpresa, la inquietud y el miedo que te generó el reconocerte invadido por su presencia. De pronto había alguien en ese territorio tan reservado. Horacio, podés teorizar mucho y buscarle todas las vueltas que quieras, pero hay un punto –y lo sabes muy bien- en que tu castillito de naipes se derrumba con tu propio aliento mientras lo construís. Tu teoría es como papel higiénico ante una gota de agua-.

Temblás –Horacio- sé que temblás cuando recordás esa primera noche que quiso ir a tu departamento en el once. Cuando recordás cómo fue ella quien tomo la iniciativa con sus manos apenas cerraste la puerta después de haberse sentido infinitos en los espejos del ascensor. Sí –Horacio- cerrá ese cuaderno, porque también recordás cómo bajó el cierre y continuo con su boca. Y vos, inmóvil, aun contra la puerta. Y el clima estaba denso, caliente, pegajoso como dos caramelos sugus en el fondo de una mochila. Y entonces continuaste con el juego –Horacio-  porque era eso nada más.


Ese día no había mucho por sacar, mucho por descubrir; las bondades del verano que atentan contra la imaginación, contra el erotismo, contra la sorpresa. Lo explícito – ¿o no que pensaste todo eso, Horacio?-. Bastaban mínimos movimientos para enfrentarse a la desnudes marina. Nada de malabaristas esta vez, nada de acrobacias.

Apenas un ventilador de pie en un esfuerzo inútil por no avivar las llamas sobre la cama. Las sabanas que se empaparon. El pelo que se pegaba, los cuerpos que se pegaban. Gemidos y suspiros apenas lograron penetrar en ese caldo de 35 grados – ¿te acordás, Horacio?- pero la penetración llega, finalmente. Y ese caldo se revuelve. El ventilador, presagiando el desenlace, mira hacia un lado y otro. No quiere ser testigo. La almohada en el piso, las sábanas en un rincón, las ropas aun en la puerta esperando.

No te aflijas –Horacio-, acostate, descansá.

Y el sudor no cesaba porque el calor no cedía, y estaba bien que así sea. El ruido de afuera se perdía entre las aspas del ventilador. Solo escuchabas sus gemidos, de espalda, arrodillada; vos sintiendo con tus manos el sudor de su vientre que después los dos relamían, juntos –oh sí que te gustaba, ¿eh Horacio?- Ella estirando sus brazos por detrás tomando casi tironeando tu pelo, y vos disfrutabas de esa cercanía al dolor saliendo de su mano, porque sabías que era su reacción al juego de tus inquietos dedos, a esas palabras que pronunciabas lento suave pesado húmedo sobre húmedo al oído, mientras un rio se derretía entre tu pecho y su espalda. Y ella suspiraba gimiendo temblando, y los pies de ambos se buscaban y se encontraban por detrás en su propio juego a ciegas.


¿La sentís, Horacio, la ves? Un clavel enlazado a tu memoria, a tu vida. ¿Por qué podar lo que está floreciendo? Dejá ya de pensar tanto, de recordar. Tirá esas estupideces que escribiste en tu cuaderno. Quizá con un poco de tiempo. Tal vez el otoño. La densidad del aire no te está ayudando –Horacio-, refracta tus sentimientos dormidos entre sábanas transpiradas, distorsiona esos cuadros de tu departamento en el once, envejece de modo prematuro al amor. La alquimia del verano –Horacio-, quizás así, lo inexplicable acabe en la sencillez del gesto de un ramo de flores.