Expedientes ingresados a última hora lo habían demorado en su
oficina del segundo piso del viejo edificio ubicado en la calle Sáenz Peña, uno
de los pocos entre tanto cemento moderno. Cansado tras una larga jornada
firmaba hojas casi a ciegas confiando en las revisiones que ya había hecho uno
de los socios del estudio.
A medida que cerraba su día laboral descendiendo las escaleras (siempre
elegía las escaleras ya que le significaba la cuota de ejercicio diario que le
había recomendado su médico) comenzaba a saborear el aire fresco que le traía
el río todos los miércoles por la tarde, ritual de media semana que había
comenzado hace ya casi un año atrás. Le había ido tomado el gusto
convirtiéndose prácticamente en una necesidad, como el ejercicio recomendado
por el médico.
De camino, paso por su departamento (de nuevo escaleras, esta vez un
tercer piso), tomo los elementos ya preparados de antemano esa mañana, y
continuo rumbo a su santuario. Bancos libres, atardecer, rio y algo de lectura
en las puertas del delta.
Algunas familias, parejas y otros seres solitarios como él
deambulaban esa tarde por la zona del colorido Puerto de Frutos que recién abría
sus puertas al público al día siguiente. Cientos de locales cerrados y la tranquilidad
en esos lugares que suelen estar abarrotados de gente le sumaban una cuota de
encanto a sus tardes. La posibilidad de encontrar paz en el caos nadando contra
la corriente. Una marea verde descendiendo por el río coronaba las dársenas
teñidas de musgo.
Todo verde, todo río, todo descendiendo lentamente en esa tarde como
las lagrimas de esa mujer caminando de frente que inútilmente trataba de
disimular entre nerviosos dedos que no encontraban el ángulo adecuado. Su
vestido veraniego estampado de marea se lucia aun más entre esas lágrimas
ocultas y las dársenas de musgo. Pero ella no lo sabía.
Su mirada forzada contra las baldosas de la vereda no logro evitar
ese instante de conexión furtiva entre dos seres anónimos.
Tan furtiva como fugaz, como ese otro anónimo perdido que apenas se deja ver
instantes atravesando el cielo, todo verde, todo río. Y ella supo que no lo había
logrado, de lo que no estaba segura era de haberlo querido. Y en medio del encuentro
dos jóvenes sentados en un banco del boulevard de la calle situada a la derecha
notaron que algo extraño sucedió, que algo que se movía por fuera de la
tranquilidad de la tarde de Puerto de Frutos cerrado se había hecho presente en
ese instante. La vieron, ya de espaldas, continuar su camino; lo vieron, aún de
frente, continuar el suyo y bajaron tímidamente sus miradas cuando se encontraron.
La rutina y tranquilidad de su santuario se vio alterada. Algo no
encajaba. Caminaba y seguía pensando en el rostro de la chica llorando, en su inútil
intento por ocultarlo, los jóvenes en la escena, y el rio, todo verde. Se dio
vuelta en el momento en que ella también se volteaba. Pausa sin pausa, la
quietud del movimiento que no avanza detenido en la alquimia del encuentro no
esperado aunque deseado por ambas partes. Y la marea ahora dejaba ver su
espalda expuesta con sus manos aun en guardia. Y esta vez fue él quien oculto
su rostro sin necesidad de manos ni de lágrimas. Continuo unos pasos, tratando
de comprender donde tal vez no había nada por comprender.
Una serie de locales con sus cortinas bajas se interpusieron entre
ambos cuando él giro a la derecha. Pasado el tercer local se abría una nueva
posibilidad de encuentro. Atravesando el espacio en una diagonal perfecta y sin
obstáculos se entregaron al juego sin detener sus andares. Una nueva
posibilidad de bifurcación que se abría, todo verde, todo río, en esa intercesión
intangible. Un instante de río descendiendo con el sol, con las aves, con el
vestido de marea, de escaleras de oficina y departamentos, de lagrimas que se
alejan, la duda, la posibilidad, el santuario, el paso, el movimiento, y una
esquina que acaba por ocultar aquel llanto que buscaba consuelo escabulléndose entre
tímidas manos.