domingo, 31 de mayo de 2015

De predicaciones y otros asuntos

Creí salir sobre la hora, abordando el 5B en Los Arces y Los Carolinos. Incluso baje unas paradas antes, a fin de caminar un poco y hacer tiempo. Así y todo, llegue a las 16:50 hs. Mi maldita manía de llegar temprano hasta cuando hago el intento de llegar tarde. Para colmo, al tiempo de haber llegado me doy con que abrían las puertas a las 17:30 hs., no a las 17 como creía.

Ante los hechos, opto por dar unas vueltas al mercado. En mis oídos seguía sonando la voz ronca y grave de Louis Armstrong, con la compañía de Duke Ellington. Opte por quitarme los headphones y entregarme a los sonidos de la ciudad. Una vuelta. Dos vueltas. Y el tiempo no pasaba. Vuelvo a la entrada principal. 17:15 hs marcaba el reloj.

Apenas recostado sobre un poste de luz, frente al punto exacto en que la enorme reja del portón de ingreso al mercado cede su espacio a un puesto de pizzas, con sus mesitas afuera y algunos parroquianos saboreando sus platos, decido abandonar las vueltas y esperar pacientemente en ese lugar hasta la hora señalada.

Y es ahí que la veo venir desde la Av. San Martín. En realidad la había visto minutos antes, cuando recién llegaba, pero sin prestarle la más mínima atención. De unos 60 años, gorrito en forma campana color negro, sweater gris sumamente gastado, pollera larga y verde también gastada, botitas marrones y unas medias negras que apenas se asomaban, cartera negra colgando de su hombro izquierdo, con su brazo derecho sostenía en alto lo que después supe que era una biblia. Iba y venía por el centro de la peatonal, de a pequeños pasos. Andaba a los gritos, dirigidos a nadie y a todos a la vez, aunque nadie le prestaba atención. Ni el revistero frente al cual pasaba, ni los hombres que acomodaban globos con motivos de Disney sobre lo que en algún momento fue el pie de un bafle ahora reacondicionado a otros fines con tan solo practicarle pequeños agujeritos sobre el eje central a fin de insertar en ellos el palito plástico que sostenía los globos dándole aspecto de árbol de globos. Nadie. Tampoco los transeúntes. Tampoco la señora que acomodaba manojos de medias y calzas entre las rejas del portón cerrado que yo esperaba que se abriera. Tampoco los parroquianos de la pizzería que conversaban sobre sus asuntos mundanos.

Pero a la señora no parecía preocuparle. “Hay que arrodillarse ante la biblia!!”, decía. 17:22 hs. Y se alejaba dándome la espalda. “Hay que derribar los muros!!”, le oigo decir a medida que emprende su ya transitado regreso. El árbol de globos está casi completo. La mitad izquierda del portón va siendo tapado de medias y calzas. Entre los parroquianos de la pizzería tan solo queda una porción en la mesa. Un pobre joven de los tantos que andan rondando los bares esperando hacerse con las migajas ajenas, conquista esa porción. Sin emitir mucha expresión, da media vuelta y encara otra mesa. Dos mujeres de unos 45 años charlaban e intercambiaban fotos con el celular. Pizza no quedaba. Ante el estupor de ambas, y las risotadas de quienes habían entregado la última porción, el joven estira su brazo entre las dos mujeres, carga una cucharada de salsa que estaba sobre la mesa, la desparrama sobre su pizza, y parte sin más.

“Hay que ingresar al reino de los cielos!!”, oigo gritar desde el otro lado. 17:25 hs. Ya son unas diez personas paradas frente al portón esperando el pitido inicial. “Todo está escrito en la biblia de Jesucristo!!”, insiste. Los transeúntes tienen otras preocupaciones.

Sobre la hora, otra señora hace su ingreso al escenario. Llega en un remis cargado de plantas. Lo único que se veía por las ventanas eran grandes y variadas hojas. Tenía el aspecto de una selva adentro del auto. Tanto la dueña de la selva como el remisero proceden a la descarga del mundo vegetal. Una variedad de especímenes vegetales se suman, ahora, a la espera.

17:28hs. La tensión crece. Van llegando más personas y tienden a apretarse contra el portón. Veo niños, perros, jóvenes, viejos, vagabundos y gente de traje, policías, gente haciendo cola en una farmacia, gente entrando y saliendo a los negocios, palomas entrando y saliendo de los techos, pochoclos, globos, bastones, cochecitos, bocinazos, “debemos arrodillarnos!!”, vuelvo a escuchar. 17:30 hs. El portón se abre. La gente ingresa a las apuradas como yendo detrás de la piedra filosofal. Las calzas y medias quedan ahora estratégicamente ubicadas del lado de adentro. Abandono mi puesto de vigía y me sumerjo en ese nuevo mundo que recién abría sus puertas, pero una vez dentro parecía que nunca estuvieron cerradas.


Mientras camino entre nuevos olores y caras, llega el último grito de advertencia: “Está escrito en la biblia del señor!!”. 

Pero el único oyente que tenía, ya había partido.

jueves, 28 de mayo de 2015

De colores

Tensión. Una extraña tensión. Tensión entre las cerdas del pincel cargadas de color rojo y la base monocromática que tengo frente a mí. Base que, estrictamente hablando, no es un color. La armonía, el equilibrio, la pureza de ese blanco impoluto no sabe que su victimario esta a escasos centímetros. Pero el pincel, la mano, no avanza. Tiembla un instante. Duda. Tensión. Primera pincelada que debe romper ese orden para devenir en uno nuevo. El peso de las primeras líneas en una hoja en blanco.
Superado ese instante, el resto comienza a fluir. La tensión se distiende. El blanco se relaja y disfruta su nuevo ropaje. Sabe que permanecerá por detrás, que estará ahí aunque nadie lo vea. La mano ya no tiembla, la duda cesa, y los colores se suceden sobre las cerdas del pincel.
Por debajo de esos colores que se  amalgaman en busca de nueva armonía, y por debajo de ese blanco impoluto sacrificado, madera. En si misma ya remite a un color, que es a su vez cientos de colores y tonos, cada una con sus matices, sus nudos y sus vetas.
Materia prima fundamental para el ser humano a lo largo de toda su historia. Barco, fuego, herramienta, albergue, arma, y un interminable etcétera. Madera, materia, mater… cualidad que tiene la madre.
Y la fiel madre se presta a ser cubierta, arropada, por las caricias de las cerdas y la vida de los colores. Estos ocultan su intencionalidad en su raíz: kel-celare, ocultar. Pero algo ocurrió a lo largo de la historia, y lo velado mudo a velo. El olvido de aquello sepultado devino en el protagonismo del sepulturero. Quizás, si corremos el velo, damos con aquello que estaba relegado al olvido. Revelamos el secreto de los colores. Quizás.
Pero distinto es el caso de aquello que está siendo pintado al del color natural de las cosas. Si penetramos en el primero, tarde o temprano, devenimos en el segundo. Y aquí se abre el gran interrogante ya esbozado, ¿Qué ocultan los colores? Podríamos pensar que por debajo de ellos se encuentra el alma, la esencia de las cosas. Ocultan el ser de lo que están destinados a recubrir. Pero aquel que crea que removiendo esas laminas podrá dar con la esencia de lo contenido, está equivocado. Siempre habrá un nuevo color que se encargara de ocultarlo, de resguardarlo bajo siete llaves de la implacable curiosidad y ansias del hombre. Así la naturaleza protege su secreto. Y lo seguirá protegiendo.

El blanco fue ocultado por una variedad de marrones, naranjas, amarillos y rojos. Todos ellos, a su vez, se encargan de cubrir el corte de cedro que tengo en mis manos. Pero ¿qué es lo que oculta su color cobrizo?, jamás lo sabré. Y frente a la incertidumbre, ellos me devuelven un campo colmado de arbustos verdes con flores amarillas, cerros verdes enredados en ocre, y una mancha de pintura roja en mi mano derecha, que ahora sostiene un lápiz cuya punta gris dio vida a estas breves líneas.

martes, 26 de mayo de 2015

Ciclos

Fue mucho más que su venta. Fue, sobre todo, cerrar un ciclo. Me acompaño prácticamente en toda mi estadía salteña al día de hoy. La había comprado algo así como un año después de haber llegado. Si me pregunto porque la vendí, no creo encontrar una respuesta certera. Quizá la respuesta sea en plural, muchos y diversos factores me llevaron a tomar la decisión que venía pensando hace ya un buen tiempo, cuando cerraba otro ciclo con nueva mudanza y la vuelta al barrio que me albergo apenas llegado a esta ciudad. En ese proceso de vaciar la mochila le llego su turno.

Es verdad que me significaba una gran comodidad. Pensándolo, quizá sea uno de los motivos que me llevo a ese desprendimiento. A veces hay que escaparle a las comodidades, no aferrarse a ellas. Contrariamente a lo que creía, y a lo que me plantean todos, la vuelta al colectivo no fue para nada pesada ni negativa. Significo la vuelta a todo un ritual que me acompaño durante mucho tiempo. La vuelta a cargar música, dependiendo del momento del día, del clima, estados de ánimo, destinos, etc. La vuelta a las esperas en las paradas, a encontrar asiento, a viajar parado, a ceder asientos, a viajar apretado. También fue la vuelta a largas caminatas, por nuevas calles y trayectos ya conocidos y transitados. Quizá no por mí, por quien soy ahora, sino por quien supe ser en aquel entonces. Pero algo de él permanece en mí, lo siento en cada esquina, en cada árbol, en cada plaza. En el eco de los motores gruñendo en el autódromo, que antes se colaban por otra ventana, a tan solo unas cuadras. En los cantos lúgubres que bajan del cerro, mientras cientos de peregrinos esperan el milagro. En los acordes de Marley sonando en mis oídos por las mañanas mientras bajo por Los Carolinos: “Sun is shining, the weather is sweet…”.

La venta de la moto significo el retorno de esas horas muertas tan gratas y enriquecedoras. Cada caminata, cada espera, cada disco escuchado, era y es tiempo de meditación y contemplación, tiempo que había perdido, que había sido usurpado por la comodidad de la moto; la cual, también debo reconocer, me permitió conocer lugares, trayectos y tiempos antes no experimentados.

Pero como dije, cumplió su ciclo, me dio lo que tenía para darme. El retorno al barrio viene acompañado del retorno a todas esas horas muertas que nos brinda la ciudad y sus distancias, tan gratificantes si uno quiere que así sean. Ese retorno también es en sí mismo un ciclo, que tiene su propia manifestación espacial: Tres Cerritos, Parque Belgrano, Villa Soledad, Tres Cerritos. Y la moto me acompaño en toda esa vuelta.

Pero sobre todo, el retorno al barrio me encuentra mucho más liviano de equipaje, y andar liviano de equipaje, significa mucho más que eso.


Y al momento de estar por postear esto, me doy con que mi ultima entrada de hace casi cuatro meses se titula “Desprenderse”… Ok, como usted diga.