El hombre primitivo no podía aceptar algo novedoso, lo completamente nuevo, el acontecimiento único Todo debía ser ubicado dentro de su mundo, dentro de su cosmovisión, y esta, como las estaciones, era cíclica. Aquello que aparecía como nuevo, recién formaba parte de su mundo si era ubicado, resignificado, dentro de su concepción cíclica. Sino, quedaba fuera, era ignorado, no participaba del ser. Las cosas son, en tanto que son parte de mi cosmovisión, y como tales son hierofanias, manifestaciones divinas. Mi casa, mi pueblo, el monte en el que este se alza, son todos centros del mundo y son todos reproducciones de mi cosmovisión. Al momento de instalarme repito todos los rituales que renuevan y reactualizan la lucha primigenia entre los dioses, entre el caos y el orden. Recién ahí puedo tomar posesión del lugar, recién ahí forma parte de mi mundo y participa del ser.
Para el hombre moderno, para el hombre actual, no hay lugar para lo que se repite. Lo único que vale es, completamente opuesto al hombre primitivo, lo novedoso, aquello completamente nuevo y que antes, con seguridad, no existía. Mis cosas, mi casa, mi pueblo, mi territorio, ya no tienen carácter sagrado, puedo cambiarlos constantemente sin ningún problema: la novedad, lo único e irrepetible, es la norma. Y así, la norma también es lo efímero.
Lo que antes se cambiaba cada 1 año, ahora se hace cada 6 meses... luego sera cada 3, para acabar cambiándose todos los días, a cada hora. Una enfermedad por la novedad y la renovación constante. Nada de reactualizar algo viejo, nada de ciclos, nada de sagrado. ¿Que nos quedara para cuando el cambio deba ser constante, diario, segundo a segundo? ¿Llegaremos a esa instancia, o estallara el ser humano antes? ¿Volveremos a la concepción sagrada del mundo o, al perder los fundamentos metafísicos, éste ya quedo completamente vacío?
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