jueves, 26 de julio de 2018

Ana y Alfonsina


El calor agobiante del verano porteño se agiganta y condensa entre los pasillos del subte. Sin embargo, el H se mueve fresco, pulcro y, para mi suerte, con poca gente. Dejo atrás el calor, me acomodo en una esquina del vagón, parado, por decisión propia. Leo.

Enrique, Lucio y Silvio, de escasos 14 años, están robando la biblioteca de una escuela. La biblioteca y todo un stock de bombitas de luz que después planean vender. Afuera llueve. Enrique y Silvio buscan los libros más caros. Enrique es un gran lector, está al tanto de valores y ediciones agotadas, sabe que llevar. Silvio se detiene con un Baudelaire en sus manos.

- Son versos, le dice a Enrique.
- ¿Qué dicen?

Silvio va a comenzar su lectura de Baudelaire, una señora ingresa y me distrae, levanto la mirada. Bolsas de tela en una mano, bastón de aluminio (o algo parecido) con punta de goma negra en la otra.
- Señores pasajeros, mi nombre es Ana, vengo a recitarles unos versos de Alfonsina Storni.

No puede ser, pensé. Me preparaba para que Silvio me recite a Baudelaire, me preparo para que la doña me recite a Alfonsina. Cerré el libro.

- Dice así: (se escucha un celular que suena. Silencio. La  señora no arranca. El celular sigue sonando. Empieza a buscar entre sus bolsillos) Esperen un minutito que es mi hija. Hola Bárbara, mira estoy en el subte ahora, después te llamo. Si, si, dale, besos.

Corta, guarda su celular en algún bolsillo invisible. Ah, ta medio chapa ésta, pensé, y me dispuse a retomar mi lectura. Abro el libro. La señora vuelve a la carga con un vozarrón recargado. Lo cierro.

- Ahora si, como les decía, les voy a compartir un poema de Alfonsina Storni.

Y comienza su recitado. Y todo ocurre. Con vehemencia, le imprimía su espíritu a cada palabra con una voz ronca y potente que llenaba todo el vagón. No parecía posible que esa señora emitiera esa potencia. Y los versos los acompañaba con extensiones de sus brazos, gritaba al cielo, remarcaba acentuaciones con golpes de su bastón que se confundían con el suave traqueteo del subte. Y los versos de Storni eran hermosos. Y la señora los hacia más hermosos aun.

A mitad de su intervención, estación. Una voz por altoparlante. Pasajeros que se disponen a bajar. Ana que corta su recitado para aclarar que, aunque no terminó, los que tengan que bajar pueden dejarle algo. Tras el paréntesis, retoma.


Unos pocos aplausos, de los que forme parte, agradecimos ese poema. Se acerca mi estación, me preparo para bajar. Cerré definitivamente el libro. No tengo señalador. Página 39, memorizo. Silvio por leer el poema de Baudelaire a Enrique. Lo guardo en la mochila. Ana contraataca.

- Soy jubilada, tengo 75 años. Mi jubilación no me alcanza para vivir y pagar los medicamentos que tengo que comprar. Estudie en la década del 50´ (no la entendí, pero era algo así como expresión lirica teatral, y también con estudios universitarios de letras o algo por el estilo). Empecé a recorrer subtes recitando poemas para poder juntar unas monedas más y llegar a fin de mes. A la poesía le pongo alma y vida (y era totalmente cierto), es lo que me gusta, así que salí a compartirlo.

Quise llorar. Me suele pasar, en la vía publica, en el tren, en el subte. Como aquella vez de la madre con tres hijitos metidos dentro de un contenedor de basura y la madre explicándoles cómo tenían que revisar y que tenían que separar. El más chico no tenía 5 años, el mayor tendría unos 10. Esto está mal, pensé. Esto está como el orto. Y la impotencia. Y la bronca. Y las ganas de llorar contenidas, aguantadas, como tantas otras veces, como tantos millones de personas aguantando, todos los días. Hasta que no se aguanta más, y todo estalla.

Un breve silencio atragantado. Mucha gente abrió mochila, sacó billetes, monedas de bolsillos. Le di unos pocos pesos que me quedaban, le agradecí su poema, su recitado. Un hombre se acercó y tan solo apoyo una mano sobre su hombro en gesto de comprensión. No sé si le dio algo, ni si le dijo algo. Se miraron.

- ¿Te puedo dar un beso?, fue la respuesta de Ana. Y Ana se estiro y le dio un beso. Y se abrazaron.

La puerta se abrió. Baje casi corriendo, quería huir, no de Ana, de toda esta mierda. La escalera mecánica estaba fuera de servicio, la única escalera para hacer combinación estaba colapsada entre la gente que subía y la que bajaba. Me hice a un costado. Espere. Y pensaba en lo ocurrido. Y me vi otra vez evitando el llanto. Mire al piso. Levante la mirada. Entre la gente se alejaba silencioso el tren con su carga. Alfonsinas serán recitadas en todos los vagones del mundo, -pensé- hasta que terminemos con toda esta mierda.

domingo, 18 de marzo de 2018

Espiral


-Gran libro, pibe, te felicito.

Sabía que era un clásico, pero no pensé que despertaría pasiones en el subte.

-Me alegra ver gente con buena literatura, hay cada porquería dando vueltas. Insistía el hombre, de unos cuarenta años, barbudo, pelo desprolijo y contextura corpulenta, esos tamaños que incomodan en hora pico. Los empujones no me dejaron más opción que cerrar mi edición económica (toda doblada y acartonada producto de una lluvia a contramano en la playa unas semanas atrás) de Los Siete Locos.

-Después lee Los Lanzallamas, es la segunda parte, y metele a Juguete Rabioso- me aconseja, -ah, y buscate algo de Jorge Amado. Yo miraba, asentía, apenas atinaba a hacer algún comentario.
Se bajó en la siguiente estación, entre empujones y algún que otro insulto. El subte arranco. Me quede pensando en Jorge Amado. Lo único que sabía es que era brasileño, nunca nadie me lo había recomendado o nombrado.


Anoche no podía dormir. A pesar del cansancio y de tener que levantarme a las 5 am no podía conciliar el sueño. En parte el calor. Solo en parte. La cabeza era un torbellino. Sabía que un modo de calmarlo era levantarme y escribir. Pero no lo hice. Desde la modorra de la cama me engañaba con que antes me iba a quedar dormido. Y así fue que se hicieron las doce, y la una, y yo seguía sin poder vencer la inercia de las sabanas. La última vez que me atreví a mirar el reloj eran la una y cuarenta y cinco. En algún punto entre ese momento y el despertador de las cinco, logre dormirme. Apenas subido al subte tomo mi libreta y comienzo a hacer lo que tendría que haber hecho anoche.


Lo había estudiado en la facultad cuando vi la independencia brasileña, y lo estaba estudiando ahora para rendirlo. Pernambuco, en la región del nordeste, había sido uno de los estados con movimientos independentistas de ruptura con el resto de Brasil, impulsado desde los sectores intelectuales de su capital, Recife. En las primeras décadas del siglo XX se enfrentó, junto a otros estados, a la alianza del "café con leche", la cual representaba los intereses de las oligarquías de Sao Paulo y Minas Gerais. Es todo lo que sabía de Pernambuco.


La invitación a tomar una cerveza para saber en que andaba su vida después de haberla conocido fugazmente hace tres meses era tan solo eso. Pero ese tan solo se convirtió, rápidamente y sin buscarlo, en un intenso mes de cervezas, mates, teatro, noches con sus madrugadas y sus mañanas, y charlas, muchas charlas.

Hacía ya dos años que había abandonado su Recife natal para instalarse en Argentina. Una sonrisa constante, un pequeño tic en su ojo izquierdo, repentinos pasajes a la indignación ante injusticias sociales, vinieron a cuestionar la soledad.

Pero todo lo que llega de modo repentino, así continua su camino. Pero ahora Recife y Pernambuco cobraron otra entidad, ya no son nombre vacíos plasmados en textos de historia, en mapas buscados por google earth, ahora hay un anclaje concreto de esa región, aunque no la conozca. Y su paso me dejo también a Alceu Valenca, los Novos Bahianos y Cartola. Un mundo pequeño abre cientos de mundos, nadie sabe que hay detrás de la puerta que se abre.


Me dirigía al teatro. En la puerta de la boca de la estación Uruguay hay una librería de usados. Entré sin saber que buscaba o si quiera si buscaba algo. Revise uno por uno, hasta el final, la columna de poesía sobre una mesada. Seguí por la fila de al lado, Literatura Universal. Y ahí aparece, Jorge Amado, varias de sus novelas. Las separo. Las ojeo. Elijo Tienda de Milagros. No tengo idea que me espera del otro lado. No tengo idea de quien es Jorge Amado, solo sé que es brasileño y que me lo recomendó un tipo en el tren. Fui a la caja, deje un billete de cien sobre la mesa.

Lo comencé en mi butaca esperando que arrancara la obra. Jorge Amado, bahiano. Y sus páginas me llevaron directo al Pelourinho, al Reconcavo, tras los pasos de Pedro Archanjo. Y sus descripciones y caminos me devolvieron a un yo inocente e ignorante en materia de mundo y sus placeres caminando por Bahía hace once años. Una experiencia laboral de temporada por las calles que caminaron Pedro Archanjo, Lidio Corro y, por supuesto, Jorge Amado. El recuerdo de aquella temporada se transforma. El presente que cuestiona para reinventar el pasado. ¿Quién dijo que le tiempo es lineal? Es, como mínimo, un espiral que nos devuelve lo vivido ya sin importar qué es lo real. Mis caminatas por el Pelourinho, ahora, van con Archanjo, con el Dr. Levenson siguiendo sus pasos, aunque en aquel entonces no tenía idea de esas existencias.

El espiral va y viene, se cierra en un infinito de jamás tocarse y siempre distanciarse. Un espiral que solo terminara el día que se extinga en una última gran curva final hacia la nada.

Jorge Amado me devuelve a los Orixas, a Olodum subiendo por las calles de Bahía al ritmo de sus tambores, al birimbao y las rodas do capoeira, el Mercado donde Archanjo conquista a la finlandesa confundida por sueca a metros de donde salen los ferris hacia la isla de Itaparica. Un domino que no para de caer. Cachaza y las caipirinhas, y un porro del tamaño de la trompa de un elefante fumado con 4 brasileros en el baño de un monoambiente. Un púber abriendo las puertas del mundo, un libro entre mis manos que me abre las puertas de un universo ya visitado. El lento despertar de la memoria adormecida, latente, expectante al mínimo indicio que la sacuda de su letargo. El suave traqueteo del tren a las seis y media de la mañana.


La caminata de aquel domingo por la tarde junto a dos amigos por la parte baja del Pelourinho. Inocentes argentinos metiéndose en una favela, rescatados a tiempo por una negra bahiana mientras cientos de rostros se asomaban por la callejuela. Y ahora me vengo a enterar, gracias a Amado, claro, que caminábamos Na Baixa do Sapateiro, que además es una canción del disco Livro, de Caetano Veloso, primer disco que tuve del brasilero y que escuche mucho en una época de mi juventud, y que ahora re-escucho y suena tan distinto. Es que todo suena tan distinto con el paso del tiempo, todo se ve tan distinto la segunda vez. Es que uno entiende las cosas años después de haberlas vivido. Siempre a destiempo es el aprendizaje de la vida, y es necesario que así sea.

Y aquella cerveza recifeña, inocente, me abrió la puerta de Alceu Valenca, ayer Falamansa y  forro en el Club Med de Itaparica.

–No, no se bailar- le digo amablemente y con una sonrisa a la señora. ¿Qué edad tenia? ¿Cincuenta? ¿Sesenta? Los suficientes para hacerme sentir un bebe con mis escasos veintiún años. Lo de mayor no le quitaba el bronceado, el vestido alopardeado pegado al cuerpo, el sombrero de paja, la caipirinha en la mano y toda la actitud frente a la vida.  

-Dejate de joder y vení, que vos deberías estar haciendo el amor debajo de una palmera. Contundente. No me dio mucho lugar a replica, aunque no tenía nada para replicar. Me agarro y me empezó a enseñar los pasos de forro. Algo termine aprendiendo, quedo pendiente hacer el amor abajo de la palmera. No con la anciana, claro.


Llega mi estación. Cierro mi libreta. Pienso en Bahía, en Amado, en Pernambuco, Archanjo, el Astrologo y Erdosain. No llegue a darle un cierre a lo que venía escribiendo. No importa, pienso mientras camino al colegio. No tiene cierre, y está bien que así sea. Es un constante abrirse, hilar con una madeja que solo se acaba cuando el espiral pegue ese gran giro y vuelva al principio.

Y nadie sabe cuándo ocurre eso.

martes, 13 de febrero de 2018

La gota


Una gota se acaracola,
se desliza en plata,
                                esquiva el mate.

Cambio un destino verde
                                           por otro.

Se deshizo en tierra.