Caminaba por un campo nocturno que resplandecía en plata.
Tierra, rocas, churquis y cactus. Dos canes me acompañaban y guiaban mi andar
bajo la luna. Antes de descender del último cerrito pude ver a lo lejos, por la ventana, como se extinguía la vela que había dejado encendida en la cocina. –Completa oscuridad
cuando vuelva- pensé sin mayores sobresaltos. A medida que me adentraba en la
quebrada la soledad se tornaba eco entre espinas. Las luces del pueblo y de la
carretera quedaron atrás, ocultas tras los cerros. Uno de los perros, el mayor
y que nunca tuvo nombre, corría unos cincuenta metros por
delante. Llegado un punto se detenía y miraba hacia atrás esperando a que lo
siguiera. Beba, así se llamaba la juguetona cachorrita, se distanciaba
menos, prefería mantenerse entre medio de ambos yendo y viniendo. Un fuego
discreto me había acompañado hasta hace unos minutos en un promontorio que
domina toda la visión sobre La Banda. ¿Quién más se habrá parado sobre esa misma
colina observando el valle? La Beba movía la cola y daba saltos a mi alrededor
entusiasmada no sé de qué, de la sola presencia de una persona que le regala
unas caricias tal vez.
El simple caminar por la arenisca se tornaba ensordecedor
entre tanto silencio. Pienso en el andar de los felinos. Sigilo. Pienso en la
luz de la luna llena que delata mi presencia. ¿A quién? Puedo ver, y puedo ser
visto. Me camuflo detrás del churqui más alto que encuentro procurando quedar
oculto por su sombra lunar. La Beba ya no está, tampoco alcanzo a ver a quien
me había llevado hasta ahí. -¿En qué momento se habrán ido?- hace tan solo un instante
la cachorra estaba a mi lado moviendo su cola. Silbo una, dos veces. Nada. La
tercera vez el silbido apenas se anima a asomarse, imperceptible. -No importa-
me digo. Pero el miedo se va apoderando del valle como la niebla que baja de
los cerros. Dejo de silbar. Asumo que ambos canes siguieron su camino sin
esperarme. ¿O acaso me llevaron hasta ese punto deliberadamente? La idea me
estremece, tanto como la posibilidad de que alguien me vea, me oiga, me
descubra agazapado tras el churqui. -Aquí cerca está la ruta- trato de tranquilizarme
–y más haya está el pueblo- continuo, buscando inútilmente racionalizar los
sentimientos y los hechos. -¿Y si vuelvo sobre mis pasos y sobre el promontorio
no veo más que kilómetros y kilómetros de valle? ¿Si no se asoma por ningún lado
el mas mínimo rastro de luz eléctrica delatando presencias?- preguntas van
tomando por asalto mis pensamientos. Pero no logro reconocerlas como mías… como
si viniesen de otra parte, de otro. -¿Qué hago pensando todo esto?- me digo y tiemblo junto con el churqui que me
cobija ante una brisa que nos visitó.
Nubes comienzan su tránsito por delante de la luna. El
valle va tornándose levemente tenue, las sombras se desdibujan de a poco pero
sin llegar a perder su forma como un mar que avanza pausado pero persistente
sobre ellas. Lunar, gélido, sepulcral, espectral. Cierro los ojos. Me
estremezco. Entre los parpados y el churqui logro ver, de a poco, un bloque que
se alza vertical, imponente, ante mí. Luego otro, y otra más allá asomándose por
detrás de aquel cerro. Pienso en la Beba. El valle va mutando su fisonomía. La
luz plateada deja paso a un resplandor amarillento que emerge en puntitos prolijamente
alineados en líneas horizontales y verticales sobre las masas erguidas. Algunos
de ellos parpadean. Bajo mis pies una capa gris y dura reemplazó a la arenisca.
Intento abrirme paso entre el churqui para presenciar mejor la escena, pero
apenas empujo una rama se quiebra en mis manos. La dejo caer, ceca, silenciosa,
al piso. Dos luces, blancas, paralelas, alcanzo a verlas perfectamente en el
hueco dejado por la rama. Vienen de frente, acercándose y agrandándose cada vez
más y más. De pronto me percato de que el churqui entero ya no está. El único testigo
de lo que fue es la rama que yace a mis pies. No hay nada entre mí y las luces.
El cielo se cubrió, negro, sin luna pero también sin estrellas. La luz cada vez
más cerca. Gigantescos bloques rectangulares siguen apareciendo por todas
partes. La luz encima. Quiero correr. Ya llega. Pero no puedo. Directo hacia mí.
Tiemblo. Cierro los ojos con fuerza esperando el impacto.
Una cosa viscosa y áspera siento sobre mis manos. Abro los
ojos. Me encuentro agazapado sobre la arenisca bajo el churqui protegiéndome de
la delación lunar. Beba a mi lado lame mi mano derecha. El valle recuperó su
forma. Luego lame mi frente. Noto que la tenía empapada. No hay bloques, no hay
luces extrañas. Hay una rama ceca del churqui caída a mi lado. Me incorporo,
parte de mi aun tiembla. Del otro lado, aquel que da la cara al astro nocturno,
noto dos huellas paralelas, extrañas, que terminan exactamente frente a mi
refugio. Escucho un ladrido. –Allá está el otro- me digo. Lo sigo. Beba a mi
lado. Volvemos sobre nuestros pasos. Subimos el cerrito. Apenas quedan brazas
del fuego que había encendido. Lo reanimo. Los dos canes se arriman y se
acuestan. Me dispongo a hacer lo mismo. Un repentino cansancio se apodera de mi
cuerpo. Apoyo mi cabeza contra una roca y cierro los ojos. La luna llena es lo último
que veo. Ya no hay casa, no hay ruta, no hay pueblo.